- Ella tenía un amante. Lo intuí desde el
primer momento. Al principio me dije que eran divagaciones mías, que los
fantasmas que me atormentaban no eran otra cosa que mis propias inseguridades.
Mi obsesión por la mujer con la que estuve casado 15 años, mis ansias
desproporcionadas y el profético pavor de que me abandonara, de que una tarde
hiciera las valijas y sin explicaciones huyera con otro. El triste y común desenlace
al que le teme cualquier esposo que es devoto, cualquier hombre profundamente
enamorado.
- Pero no fue así.
- No. En parte, no.
- ¿Qué pasó, entonces?
- No lo sé. Fue todo muy confuso.
- ¿Sabe quién es?
- ¿El otro tipo? Sí.
- Dígame.
- Eso no importa. Lo importante es lo que
pasó.
- Lo importante es a dónde está. ¿Usted lo
sabe?
- Está enterrada como un tesoro.
- ¿Dónde, Benítez? ¿Usted la enterró?
El guardia abre la puerta de hierro.
- Se acabó el tiempo - dice.
- Estamos terminando - replico.
- Ya pasaron cinco minutos. No tiene más
tiempo. Por favor, firme el acta y salga.
- Abogado - Benítez se despide, intentando un
torpe apretón de manos con las esposas puestas.
- Hasta luego, Benítez. Lo veré el
martes.
Apoyo el papel sobre el escritorio de madera
oscura y maciza, y firmo debajo de mi nombre. Abogado interviniente:
Dr. Pablo Espina. Hago un garabato sobre la inscripción. Luego, me
dirijo hacia el sempiterno pasillo que comunica la sala de interrogatorios con
la oficina que antecede a la salida del penal. El aire se siente denso en
Olmos. A un lado y al otro se filtran gritos, insultos, golpes, estruendos
metálicos, chicharras, pero no se puede ver más que dos paredes descascaradas
por la humedad.
La mañana del martes se asoma tras los
barrotes amurados delante de un pequeño ventiluz que está colocado en la
esquina superior izquierda de la sala. En el servicio penitenciario de La
Plata, la mañana se siente mucho más fría, helada. El patio del penal está
lleno de escarcha.
- ¿Cómo está? ¿Pudo dormir?
Benítez piensa unos segundos, hace una breve
pausa y responde.
- Algo. La ansiedad me está matando.
- Entiendo, le traje unos libros. Algunos clásicos, algo de Poe, Kafka, lo usual. ¿Usted es creyente? No sabía si traerle la Biblia o no.
- Sí, soy. ¿Podría comprarme tabaco? Lo que más me urge es fumar. Me preocupan demasiado mis perros. ¿Alguien les da de comer? ¿Los llevaron a una perrera?
- No, supongo que estará haciéndose cargo alguna vecina. El juzgado resolverá qué hacer con ellos. Le averiguo quién los alimenta. Mire, este proceso va a ser difícil. Puedo traerle un par de atados, sí.
- Se lo agradezco. Son infinitas las horas en la celda, y en el patio no se consiguen cigarrillos. Ya lo intenté, incluso con tres carceleros y nada.
- Ya le dije. Le di cristiana sepultura.
El guardia va y viene por el pasillo. Se oyen
sus pasos detrás de la puerta.
- ¡Privacidad, por favor! ¡Necesito dialogar a
solas con mi cliente! - le grito.
El tipo refunfuña y se aleja.
- ¿Dónde estábamos?
- Usted dirá.
- Mire, Benítez, si no colabora se las va a
tener que arreglar con un defensor oficial. Se lo advierto. Me da algo
sustancioso hoy o no me ve más. ¿Me entiende? A usted se lo acusa de homicidio.
¿Le parece joda eso? ¿Dónde está el cuerpo? ¿Dónde lo enterró? ¿¡Dónde!?
Me exaspero, elevo el volumen, me irrito. El
gran reloj circular colgado al centro de la pared a mi derecha descuenta cada
segundo. Las piernas de Benítez se agitan y marcan un ritmo nervioso al chocar
la suela de goma de sus zapatos contra el piso de cemento. Está inquieto. Yo
también.
- Cuando lo supe me sentí morir. El alma se me
fue toda del cuerpo. Fueron 15 años de entrega total, de pasión desmedida,
de admiración, de éxtasis, de goce celestial. Ella era mi amada, mi locura, mi
corazón. Durante nuestro matrimonio sólo quise complacerla. Me hice, por
voluntad propia, su ciervo, su lacayo. ¿Cómo no iba a enterrar a mi reina?
-Llora, se angustia, respira para calmarse y sigue - Ahora lo veo más claro. En
las noches apenas duermo, con suerte puedo conciliar el sueño por dos o tres
horas. Tengo pesadillas. Despierto a los gritos. Me quedo mirando el techo
hasta que amanece. A esa hora se me aparece su rostro. ¡Qué injusticia, Dios
mío! ¿Cómo pudo?
- No lo sé. Son cosas que pasan. Las mujeres
son impredecibles. ¿Usted la vio? ¿Cómo lo supo?
- Fue ese día.
- ¿Cuál?
- El día que la enterré.
- Cuénteme, ¿qué recuerda?
- No tanto. Llegué del trabajo a eso de las tres. Temprano. Entré a casa. Las persianas del living estaban cerradas. Los perros ladraban con insistencia. La radio estaba encendida sobre el vajillero del comedor. Una pieza de jazz, creo. Fui hasta la cocina. Había un par de platos sucios, ollas. Salí al jardín. Dos de los pitbull se estaban trenzando. Les tiré un baldazo de agua. Cuando se ponen rabiosos, se muerden hasta lastimarse. Mejor pararlos en seco. Pasé de nuevo por la cocina. Me dirigí al dormitorio. La encontré en la cama tendida boca abajo. Estaba desnuda con el torso descubierto.
- ¿Había fallecido?
- No.
- Siga.
- Intenté despertarla. No pude. Parecía
inconsciente. La tomé de los brazos para girarla. Un peso muerto. La cabeza se
le inclinaba hacia atrás o hacia los costados, según la moviera. Le quité las
sábanas. Observé que no tuviera algún tipo de lesión en el cuerpo. Parecía que
nadie la había forzado pero emanaba de su vientre un penetrante olor a
sexo.
- ¿Olor a sexo?
- Sí, a semen. Toqué, casi rozando, sus partes
íntimas. Sobre el monte de Venus y en la entrepierna, un líquido viscoso,
pegajoso. Tuve náuseas, quise vomitar.
- Entonces, ¿usted luego de presenciar el
supuesto postcoito, entró en un cólera bestial y la mató, y luego la enterró? -
Apresuro a concluir.
- No. No fue eso lo que pasó.
- Entonces, ¿por qué no dice dónde está y
nos dejamos de jugar a las adivinanzas?
La pesada puerta de hierro se abre. El guardia es un tipo corpulento, de manos anchas, no muy alto. Con suerte pasa el metro setenta y cinco. Parece de Misiones o de Formosa. Tiene un acento que no es de acá. Es un hombre tenso, de expresión adusta, de piel curtida, de ojos oscuros y fieros.
- Doctor, es la hora. Tiene que firmar y
retirarse.
- Ya salgo - le advierto para que
no se impaciente.
Tomo mi atelier con un montón de papeles para
presentar en la mesa de entrada del juzgado de turno. Delincuentes comunes,
algún violador que otro, algún cadáver, lo usual. Antes de irme, le digo:
- Benítez, recuerde que el juez solicita que
lo evalúe un equipo de peritos psiquiatras para determinar si está usted hábil
antes de fijar una fecha para su declaración. Lo mantengo informado. Hasta
luego.
Camino por el descascarado pasillo que conduce a la oficina que antecede a la salida del penal. El guardia va adelante mío. Lleva el uniforme diario: pantalón gris y campera de nylon con el escudo celeste del servicio penitenciario bordado debajo del hombro izquierdo. Tiene los botines marrones desgastados, sobre todo en las puntas. Con una expresión, que es mezcla de resentimiento y haztío, se da vuelta y me dice:
- Es un tipo raro.
No respondo. No puedo hablar de mis
clientes.
Acomodo el saco en el asiento trasero del auto. Abro la guantera para buscar un casette. Me decido por Pescado Rabioso. La cinta está empezada. Va por la mitad del lado B. "Y así verás lo triste y dulce que es vivir", desafino. La autopista está vacía. Paso por el despacho para retirar unos papeles antes de ir a casa. El microcentro es un caos, como de costrumbre.
Los desagradables sonidos que provienen de la avenida invaden el comedor. Se cuelan a través del enorme ventanal desde donde se ve iluminada la noche de Retiro. La efervescencia de las vacaciones de invierno, hace latir una Buenos Aires vertiginosa. El edificio es antiguo, amplio. El departamento es un octavo de paredes anchas, y sin embargo, las bocinas, las sirenas, los colectivos que frenan en cada esquina. Los ruidos interrumpen cualquier postal, cualquier paz.
- No paro de pensar en Benítez. Lo ví dos
veces esta semana. Pocos avances. ¿Por qué no habla este hijo de
puta? El psiquiatra a cargo del peritaje es Frömann. Parece un chiste
- hago una mueca, una sonrisa mal lograda. Laura me escucha atenta durante la
cena- ¿Los chicos, bien? - cambio de tema. Son casi las diez y no sé ni a dónde
están mis hijos.
- Sí, están en lo de mamá. ¿Te acordás que se
quedan a pasar la noche ahí?
- No, disculpame. Tengo la cabeza en cualquier
lado.
- ¿Quién es Frömann?
- Es el psiquiatra experto en criminología que
designaron a cargo del peritaje en el caso Benítez. Es un pelotudo. Una
eminencia, pero un soberbio.
- Bueno, al menos van avanzando. Esas son
buenas noticias, ¿no? ¿Por qué es un pelotudo?
- Sí, no sé cuánto se está adelantando. Con el
tipo tuve un altercado fuerte hace un par de años. Me dijo que era un insolente
porque pedí revisión de parte de varios de sus informes. Ya me había tragado un
par de sapos, ya era un profesional de cierto renombre y este imbécil me fue a
mojar la oreja. Me encaró entrando a Tribunales como si fuera un meritorio que
está comiéndose los mocos, cosiendo expedientes en un archivo. Casi
terminamos a las trompadas.
- ¿Y cómo sigue esto ahora?
- Serán tres sesiones. A lo sumo cuatro.
Le van a hacer entrevistas, las van a grabar. Lo habitual, desde el test de
Rorschach en adelante. En fin, veremos qué pasa mañana en la audiencia con la
fiscal. Gracias por los canelones, estaban exquisitos. Me voy a dormir, no doy
más. - Me levanto, le doy un beso en la frente. Llego al cuarto, no sé cómo, me
quito la ropa y me acuesto. No duermo. Al igual que Benítez, me quedo mirando
el techo.
- Pablo te quedaste frito- La voz de Laura me
despierta.
- ¡No jodas! ¡La audiencia! - me froto los
ojos, me quito las lagañas- ¿Qué hora es?
- Las ocho y media.
- Anoche me desvelé. Recién me dormí
como a las cuatro de la mañana.
Laura va a la cocina a prepararme un café. Me
visto rápido. El traje del día anterior, una camisa planchada del placard,
medias, los mocasines negros de cuero, un cinturón negro cualquiera. Con el
nudo de la corbata a medio armar, me dirijo hacia el palier.
- Si tomo el café no llego, amor. Desayuno
después en el bar del gallego. ¡Gracias! - Grito con la puerta entreabierta
mientras llamo al ascensor y cierro.
Son las once. La audiencia con la fiscal duró
casi dos horas. El cielo está oscuro, renegrido. La lluvia revienta
furiosa contra el asfalto. Una mañana de truenos, chaparrones. La autopista de
La Plata está colapsada por una procesión de autos que no se mueve. Un
accidente a la altura de la República de los Niños anuncia un locutor desde la
emisora. Siempre colapsa en vacaciones de invierno, pienso. Voy a llegar dos
horas tarde.
- Se están acercando, Benítez. Me dijeron
que tienen un testigo. Un tal Cárregas, un obrero portuario que
asegura que vio a un hombre de sus características enterrar un bulto de
proporciones semejantes a las de un cuerpo humano la madrugada del 4 de mayo en
la costa del Paraná, cerca de Rosario. ¿Era usted? La fiscal es un sabueso
viejo. La va a encontrar. Si los forenses determinan que usted estuvo
involucrado, nos van a reventar. Van a pedir que la carátula sea homicidio agravado
por el vínculo, seguido de sustracción del cuerpo. Sumando la presión de la
opinión pública, es perpetua más quince. ¿Escucha lo que le digo?, ¡Lo van
a procesar con cuarenta años de reclusión! Es mejor que hable conmigo, Benítez.
Me mira con furia. El guardia se asoma. Esta ronco,
como si anoche se le hubiese ido la mano con el tinto:
- En 15 minutos, Doctor.
- Gracias - le digo al sujeto que me habla
detrás de la puerta de hierro.
- No sé de qué 4 de mayo ni de qué Rosario
habla - me increpa Benítez- ¡Usted cree que yo la maté y ya le dije que no!
- ¿Por qué la oculta?
- Para preservarla.
- ¿De qué?
- Hace una pausa - ¿Usted es
casado?
- Sí.
- ¿Ama a su mujer?
- También.
- Entonces, entiende.
- No. Explíquese, por favor.
- Un esposo ferviente, que ama con un afecto visceral que le sale como fuego desde las entrañas es capaz de cualquier cosa. Incluso, de perdonar. ¿Para qué quieren exhumarla?
- Para que la verdad salga a la luz.
- Esta muerta. Esa es la única verdad. ¿Qué más quieren saber?
- Cómo murió. ¿No anhela, usted, que se haga justicia?
- No me hable de justicia. La justicia es una virtud que muy pocos poseen. Quieren que su cuerpo sea profanado, despellejarle la vagina durante horas en la camilla de la morgue, filtrar fotos a la prensa, ver su cara putrefacta en la tapa de los policiales. ¡Me dan asco! - lanza con bronca un escupitajo al suelo- ¡No! Yo no voy a engordarles el morbo. Está muerta. ¡Y a los muertos se los respeta, carajo! - la voz se le quiebra.
El guardia anuncia que se acabó el tiempo. La misma dinámica: me despido, firmo el acta y camino hacia la salida del penal. Regreso. Antes de subir al despacho, paso por el bar del Gallego que está en la esquina.
- Estoy muerto de hambre, Pepe. Traeme un sándwich de milanesa y una Coca, por favor.
Como sentado en la barra. Ojeo el diario, mastico, trago.
- Un negro salió campeón en Wimbledon. No me sorprende, siempre fueron superiores. ¿Me traés la cuenta, Gallego? Me rajo.
- Doctor, lo llamaron de Paraná. Hay novedades del caso Benítez - me comunica el secretario -. Ah, también llamaron de Alsina, varias veces. Parece que los muchachos nos quieren poner a laburar hoy- dice con un tono medio jocoso -.
- ¿Ah, pero mirá qué simpático que estás hoy, Salerno? Andate hasta Paraná y pedí que te pasen un memo. Después pasá por Alsina, debe estar el resultado de la primera pericia. Haceme el favor, ida y vuelta pata pata. Me quiero ir a casa temprano. Anoche prácticamente no dormí.
Hicieron la exhumaci[ond el dáver y no es/ además esta la
pericia.
Ella trabaja con policía científica