domingo, 14 de diciembre de 2014

El beso

Quiso el beso atreverse,
Quiso el momento no ser,
Quiso el deseo ser torpe
Y el silencio, suceder.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Ausencia

Puedo decir
Que lloro, a veces,
Un poco cada tarde
Y que por estos días
De estrepitosas luchas
Te veo en todas las personas
Que alguna vez supimos ser
Siempre

Que camino
Mientras duermes
Y te encuentro entre las calles

Apenas una luna,

Por estas horas
De inabarcables sueños.

¿Y qué importa
Si te quise
O si todavía
Te quiero?
¡Hay tanta vida
Que atender en estos tiempos!

Demasiado desánimo:
Desvelos, despertadores,
Desempleo, devaluación, debacle,
Desencanto.

Urgencias,
Rutinas
Como gigantes torres
De ego.




viernes, 4 de julio de 2014

Enero

20 mil palabras
Hirvieron
Sobre mis labios
Como lava,
20 mil palabras
Que no dije
Por no verter
20 mil lágrimas
De rabia.
20 mil palabras
Sobre mi boca,
20 mil yagas
Volcánicas.

viernes, 30 de mayo de 2014

l'amour a tort

¡Si supieras
Cómo te admiraba,
Aquella tarde,
Buenos Aires;
Con cuánta ansia
Esperaba Callao
Tu pisada
Y la timidez
Del semáforo
Que te esperaba
Al otro lado
De Florida!
¡Qué obediente
Esclava
La Reina del Plata
Parecía!
¡Si hubieras mirado,
Entonces,
Lo que yo veía!:
Que avenidas,
Autos, carteles,
Multitudes
Había.
Y yo sabía
Que en un punto
Algún poeta
Escribiría
Versos de amor
Y de melancolía,
Y te juro
Que habitaste
La ciudad y hubo
Poesía.

viernes, 28 de marzo de 2014

La funesta historia de Yvonnette Denoir

Dicen que “Nadie muere en la víspera”. Pero, ¿quién podría afirmar que ésa era la hora estipulada para ella? Deben saber que cuando digo “ella” me refiero a un demonio encarnado en el cuerpo de una mujer, porque sólo una criatura infernal es capaz de tanta malicia como para despertar admiración. El tema del que quiero hablarles, amigos, no es una cuestión menor, dado que se trata de la vida y de la muerte, y de la liviandad con la que ella se tomaba el asunto. Para que comprendan, les explicaré en detalle lo que pasó: ella – confesaré que me obligaba a llamarla Madame Yvonnette– tenía una diversión bastante macabra y una imaginación frondosa, por lo que se le ocurrían todo tipo de perversiones y elementos variados para llevarlas a práctica.
Tenía gustos excéntricos, era aficionada a conductas sexuales malsanas –morbosas, para ser exacto–. Por ejemplo, una vez me pidió que me pusiera un camisón de su difunta madre y que le diera unas fuertes nalgadas. En otra oportunidad, me suplicó que la atara de pies y manos con unos alambres que  había hurtado de una casa en construcción. A menudo, me inducía a forzarla, le excitaba que hubiera cierta dosis de violencia en el acto sexual. Creo que encontraba placer en el sometimiento, como si ese juego invirtiera –  aunque de modo ficticio– la relación de poder. Sepan que no revelo éstas intimidades porque considere significativas sus preferencias a la hora del coito, sino para ilustrar que Yvonnette Denoir elucubraba ideas retorcidas y que por lo tanto, tenía comportamientos tortuosos.
Nos conocimos hace más de veinte años a la salida de una función en el Cosmos, cuando los dos vivíamos en la zona de Congreso. Recuerdo que fue en invierno porque faltaban pocos días para mi cumpleaños, y ésa noche hacía tanto frío como puede hacer en Buenos Aires en pleno julio. El asunto es que fuimos a ver –cada uno por su lado – un film tipo documental sobre una salita clandestina en donde se practicaban abortos. La película se había rodado con escaso presupuesto, tenía escenas muy bien logradas y una estética bastante original, con planos cortos y coloridos; una propuesta transgresora basada en una trama psicológica que me mantuvo inquieto de principio a fin. Les sugiero que la busquen en alguna videoteca por el nombre del director, un tipo de apellido vasco, un tal Lander Etchabarri, y que la incorporen a su antología de clásicos. 
Aunque mi afecto por el cine me incline a abordar el tema de la ficción, me concentraré en relatar la historia de la que fui protagonista: salí conmocionado de aquella sala, encendí un cigarrillo y empecé a fumarlo despacio, mientras repasaba – en mi cabeza– las primeras líneas de la que sería mi ópera prima. En ese momento, me iniciaba como crítico en Manifiesto Celuloide, una revista especializada para cinéfilos que salió del circuito del under en los ochentas y  llegó a tener más de nueve mil suscriptores en la década siguiente. Ahora continúa editándose en versión digital como una publicación “de culto” para suscriptores aficionados.
La cuestión es que en esa época, me sentía atraído por el ecléctico universo del indie y me entusiasmaba escribir sobre las que habían sido – a mi criterio– las mejores obras del cine independiente. El comentario acerca del largometraje en cartelera era la excusa, el puntapié para introducir el verdadero tema del artículo, con el que estaba fascinado.
    Esa noche Madame Yvonnette y yo iniciamos un diálogo pasajero, estúpido, un sinsentido, que ahora se volvió una imagen plena, insomne, vívida: ella tenía un tapado de paño gris hasta las rodillas, una bufanda roja – su color preferido– y un gorro ruso de piel de conejo, el pelo rubio y ondulado, los ojos oscuros, la tez blanca. Imagínenla, delante de un afiche del que parecía haberse escapado, con un paquete de Le Mans en la mano derecha y un indiscutible parecido a Catherine Deneuve. Notó que la observaba y se acercó para pedirme fuego:
— Avez-vous un briquet? — Me preguntó con voz suave, casi un ronroneo.
— Oui, madame. Ici il a — Le contesté con un francés tímido. Todavía no había comenzado a tomar clases del idioma y había adquirido el rudimentario dominio que tenía sobre esa lengua –como muchas otras cosas en la vida – gracias al séptimo arte.
— Merci. Avez-vous aimé le film?
— Oui, mais je ne parle pas français.
— Je comprends. Au revoir. — Se despidió mientras echaba el humo por la boca sensual y carnosa.
    Encendí otro cigarrillo y caminé hacia mi departamento – a unas veinte cuadras del lugar–, al tiempo que meditaba sobre la nota que redactaría y la manera más elocuente de presentársela a mi editor. Llegué al edificio, abrí la antigua puerta de hierro, subí por las escaleras hasta el primer piso – en donde vivía– y escuché el ladrido de Dziga, un terrier ruso que me había regalado mi madre hacía cuatro años. Estaba cansado, me quité los zapatos y con una copa de coñac me senté a mecanografiar. Por esos días, pasaba largas horas junto a dos compañeros entrañables: mi perro y mi noble Remington, una máquina de escribir a la que atribuyo un enorme contenido simbólico; por lo que no podría materializar éstas palabras, que ustedes leen, mediante ningún otro artilugio.
Al día siguiente me dirigí a la redacción con el convencimiento de que el artículo sería un suceso. Me equivoqué. El editor me destrozó. Dijo que el material ni siquiera era publicable, que tenía vicios severos y pasajes poco claros. En síntesis, dijo que debía rehacerlo. Me fui de la oficina con la moral por el piso y con una extraña melancolía por una novia que me había dejado hacía bastante tiempo, antes de que mi madre me obsequiara a Dziga y mucho antes de que me apasionara el cine experimental de Vértov y su teoría del Cine-ojo.
Tomé el subte de vuelta a casa. Estaba en la segunda estación – eran cuatro en total– cuando ingresó al vagón una mujer que llamó mi atención aún más que la femme du cinéma. Pensé que había encontrado a la sosias de la francesa; pues, había una semejanza extraordinaria entre ambas, aunque con una diferencia notoria en el look: la segunda llevaba la melena castaña con corte carré, el flequillo lacio y tupido – igual que la crin de una yegua–, tenía jeans ajustados, una campera de cuero negro con las hombreras pronunciadas y una cartera estampada en una tela que reproducía Las latas de Sopa Campbell. La diferencia de estilo – el uno, conservador y femenino; el otro, moderno y varonil– logró confundirme. No obstante, la memoria visual es un arma que nunca me falla, por lo que en contadas excepciones olvido un rostro. Por segunda vez, estaba frente a Yvonnette Denoir.
— Qui se passe AVEC VOUS, monsieur? Vous n´allez pas dire bonjour? – La traducción literal es «¿Qué le pasa, señor?, ¿No va a saludarme?». Aunque, por su entonación me hizo entrever una oración del tipo de: «¿Vas a seguir mirandome con esa cara de marmota?»
Dio una carcajada algo áspera y poco delicada que sonó como un ronquido. Luego, retomó la compostura para convertirme – de nuevo– en su objeto de burla: me sugirió que tomara lecciones de francés si planeaba frecuentarla en lugares de acceso público y otras cosas de las que perdí el registro ante el desconcierto que me produjo oírla en su español nativo. Esa fue la tercera ocasión en la que Yvonnettee Denoir me hizo sentir un soberano idiota. La tercera, por lo que – apreciarán– hubo una cuarta, una quinta, una número mil; y a medida en que los encuentros se reiteraron, aquella manerita lozana con la que a mí se refería, llegó a irritarme tanto que mi ego, enfermo como un paciente con quemaduras de tercer grado, agonizó a causa de un deseo punzante y febril.
Permanecí callado algunos instantes. Quizá, porque la elocuencia es una cualidad que me abandona más a menudo de lo que quisiera o porque la cobardía es una característica que siempre – o casi siempre– me acompaña. Recuerdo que quedé preso en un único pensamiento: descubrir cuál de las dos adaptaciones de Madame Yvonnette sería más fiel al original, y si habría otras versiones que se anunciarían en la marquesina de mi vida, como remakes de un clásico. Se levantó del asiento y me informó que debía bajarse en la próxima parada, que también era la mía. Caminamos en silencio hasta que a la salida del metro me armé de coraje:­
— ¿Qué le parece si tomamos un café? Pensará que soy un atrevido, pero en vistas de que mi jornada laboral ha sido un fracaso y de que usted se ha mofado a mis costillas durante los últimos minutos, contribuyendo sobremanera a que mi existencia sea aún más miserable, considero justo que resarza el daño y me devuelva un poco de dicha, acompañándome con un café – Respiré hondo– ¿Qué me contesta?
    Accedió. No porque estuviera interesada en mí – o en mi esmero por ganar su simpatía–. Asintió porque era la clase de mujer que no tiene demasiadas amistades. Así era Yvonnette Denoir: una realista innata, con una connatural desconfianza a la humanidad y un particular resquemor al género femenino. Durante los meses en los que nos mantuvimos en contacto, sólo la escuché mencionar a una única amiga, Elisa Planchadel, a quien nunca tuve el agrado de conocer en persona. No obstante, Madame Yvonnette tenía una profunda necesidad – quizá, la misma que yo– de conectarse con un ser en el mundo. Creo que fue lo que sucedió en aquel bar, en donde charlamos acerca de una infinidad de tópicos, clichés, lugares comunes: cine, música, pintura, fotografía, literatura. El día cedió paso a la tarde, y el café al brandy. Me reveló que habían pasado varios hombres por su vida y que se había casado con uno del que se había enamorado y a quien vio morir poco después de la boda, fulminado por un cáncer de pulmón – que hizo metástasis en el cerebro–. También, me confesó que era la amante de un tipo, casi treinta años mayor que ella. El hombre, que era dueño de una cadena hotelera, le había comprado una propiedad en Barrio Parque gracias a la cual cobraba una cuantiosa renta, por lo que podía abocarse a desarrollar su arte: la fotografía. Esa tarde, me explicó que el sujeto en cuestión había tenido un affair con su madre, lo que en verdad había resultado una relación extramatrimonial sostenida durante años, dato que me sinceró al tiempo de  aquella charla, cuando mi adoración por ella era ciega y su posesión sobre mí radical. No la juzgo por eso. En cuanto a mí concierne, dudo que pueda perdonar que me haya condenado a éste silencio, abstención que me corroe con el desenfreno de una rata que mastica la carne que arrancó de algún hueso.
Nos fuimos del bar cuando la calle estaba a oscuras y me dio la impresión de que la bebida le había surtido un efecto poco propicio – estaba ebria–, ya que hacía alharacas de cuanta estupidez yo pronunciaba. Me resultó maravilloso ese momento; pues, la mujer reunía una combinación explosiva de atributos: era desmedida, deslenguada, deslumbrante… despampanante. Era Eva, la manzana y la serpiente, y las avenidas porteñas, una adaptación postmoderna del Jardín del Edén. La tomé del brazo para cruzar de vereda, en un gesto simple que evidenció la tentación de volverla mía. Se soltó.
– Je ne veux pas qu'ils me voient avec vous. 
Me advirtió que no me equivocara, que no quería que nos vieran juntos, o algo que  apenas logré comprender.
Hallé de lo más snob que expresara su desapruebo, con la frialdad y la pericia de un sicario, en un idioma que me era ajeno. No se lo dije, como todas las cosas que callé mientras estuvimos juntos, un poco por abnegación, y otro poco, porque no le hubiera importado. Con seguridad, de todos los vicios que ella adquirió - en su corta vida-, el hecho de que sólo me expresara su desagrado en francés me resultaba el más detestable. Lo hacía adrede, para insultarme, para que no pudiera defenderme, porque ella recurría al conocimiento con la misma finalidad que los pueblos conquistadores se sirvieron de la pólvora. Subrayo – disculpen la pedantería– que empleo el término “conquistadores” y no “invasores”, porque la invasión se logra a través del uso de la fuerza; en cambio, el concepto de conquista implica el aditivo de ganar la voluntad, terreno en el que Madame Yvonnette era especialista.
No omití palabra en lo que quedó de camino, y debió percibir mi enfado, porque al arribar a su apartamento me invitó a subir. "Ha hecho usted una maniobra brillante”, pensé. Al ingresar se quitó la ropa. Todo. Completo. Rápido. Esa noche fui poeta, físico, astrónomo, y me convertí en un estudioso de los movimientos, de la gravitación de los cuerpos, un conocedor de los ejes, de los prismas, del tiempo, la nada, la yuxtaposición, el eclipse. Las yemas de sus dedos por mi espalda, sus pezones en mi boca, la lengua tersa, los dientes… Y esa mirada desafiante presagiando el placer, el dolor, el latido. 
Observé que en su habitación había más de una docena de pelucas de diversos colores, largos, texturas y peinados. Algunas, por cierto, eran de lo más disparatadas y todas estaban colocadas en maniquís de peluquería que se enfilaban – igual que adolescentes al ingreso de un recital–, sobre una larga y angosta cómoda de madera, arriba de la cual reposaba un espejo. Como sea, creo que estoy dando vueltas con tantos pormenores. Sepan disculpar. Iré directo al grano.
Al inicio de este relato, queridos lectores, los hice partícipes de las confidencias más oscuras de ésta historia y les anticipé que Madame Yvonnette dio inicio a un divertimento macabro, a un pasatiempo nefasto, que acarreó severas consecuencias para ambos y que consistió en resignificar el acto sexual asociándolo a otra pulsión mucho más inconsciente: la aniquilación del yo. Entiendan que pretendo ser lo más taxativo posible y que al decir "aniquilación del yo" no busco apelar a discusiones pasadas de moda sobre la pérdida o la recuperación del ego mediante la copulación; así como tampoco procuro evocar imágenes poéticas mediante metáforas u otros recursos literarios, sino que la finalidad de éstas oraciones es que comprendan el por qué de mi perturbación. Aclarado esto, intentaré – con el mayor grado de fidelidad posible– reconstruir el ominoso diálogo que tuvimos aquella noche, y que se reiteró, como un regodeo, tras cada relación sexual:
— Si tuvieras que elegir entre todas las maneras posibles de quitarte la vida, ¿cuál sería?
— ¿Por qué habría de quitarme la vida?
— Porque es la consigna.
— Optaría por aquella que me garantizara mejores resultados. No hay nada más patético que un suicida que fracasa debido a su torpeza o por imprecisiones de cálculo.
— Es cierto, pero ¿cuál de todas las posibilidades te parece la mejor?
— ¿Cuántas se te ocurren?
— Muchas.
— ¿Por ejemplo?
— Saltar de un edificio.
— Vivvís en un segundo piso y yo en el primero. No tendríamos éxito.
— Me lanzaría desde el último.
— Podrían verte los vecinos y llamar a la policía. Algo bochornoso. ¿Cuál sería el propósito de quitarme la vida?
— Dejar de existir.
— Ok. Me arrojaría a las vías del tren.
— ¿Y joderle la vida al resto de los pasajeros? No, gracias. Además, sé de casos en los que han sobrevivido con piernas y brazos mutilados. 
— Es verdad… Mejor, me tiraría de un muelle con una roca encadenada al pie.
— Por supuesto que no lo harías – sonrió–. Implica excesiva logística y hay otras formas que requieren menos esfuerzo.
— ¿Cuáles?
— No sé, tomar un frasco de medicamentos o dejar la llave de gas abierta.
— Lo de las pastillas podría terminar con un lavaje de estómago y un chaleco blanco reforzado en el pabellón de insanas peligrosas.
— ¿Pero lo del gas?
— Podría ser. Tus pulmones se irían llenado de monóxido de carbono mientras  duermes. Es accesible y no hay sufrimiento. De todos modos hay algo que no mencionamos.
— ¿Qué cosa?
— Colgarse.
— ¿Ahorcarse? Dicen que es horroroso ver un cuerpo estrangulado, que el cadáver se hincha, se le ponen las uñas moradas y se le entumece la piel. Me imagino que el olor que emana un cadáver que lleva días descomponiéndose debe ser repulsivo.  ¡Nauseabundo!
— Un gasto innecesario de maquillaje para los sepultureros. Así que si estás pensando en suicidarte, ahorrales el trabajo insalubre, ¿querés? Creo que lo del gas, es tu  mejor opción – bromeé.
    Dormí profundo como si un sueño plomizo se hubiera apoderado de mi inconsciente a causa de una especie de letargo. Tuve una pesadilla recurrente,  húmeda – no pegajosa, sino atemorizante– en la cual corría detrás de una mujer por un parque verde y hermoso, regado de flores azules de jacarandá. Ella huía y yo la buscaba con ansias, pues parecía un ángel con el rostro arrebolado. Luego, entrábamos por un lúgubre túnel que conducía a un pasadizo por el que se ingresaba a un esplendoroso teatro. El lugar, poblado de palcos con elegantes cortinas de terciopelo carmín y columnas de mármol, estaba 
infestado de hombres y mujeres, que conformaban un fervoroso público. Todos se excitaban con ímpetu al oír el programa de piano de un concertista avezado, agitando sus cuerpos cubiertos por atuendos teatrales y ocultando sus rostros con máscaras carnavalescas.  
    Luego, hubo un mórbido silencio, y después gritos: la mujer - a la cual yo  perseguía- masticaba el corazón del artista, que lanzaba sangre a borbotones por la nariz y por la boca.
Yvonnette Denoir me escribió varias cartas. Todas extensas, salvo la que me entregó Marta – la inquilina de abajo– aquel 17 de noviembre. Se suponía que yo debía encontrar la misiva. Lo demás, salió tal cual ella lo había planeado: las románticas vacaciones en Salvador de Bahía – de donde habíamos vuelto la semana anterior–, la viga, el banquito, el cable y el criminal espectáculo de verla suspendida en el aire. 
Dicen que "Nadie muere en la víspera" y que el hedor que despide un ahorcado es penetrante. Entonces, lo supe. Les aseguro que ella era de los dos la más astuta y que no se equivocó al escribir su última línea: "Vous n'allez pas à comprendre" (Tú no lo comprenderás).

viernes, 24 de enero de 2014

Impresiones

El chirrido del andén
Vuelve urgente a mis oídos
El silencio
Porque el hierro crispa
La sórdida vía,
Subterránea y oscura.
¿En qué vericuetos
De la memoria andarás?
Lejana y dormida
Vagas entre las sombras
Artificiales del vagón.