Dijo que vio una
enorme serpiente salir de las profundidades y dar un giro sobre la embarcación
hasta volver a sumergirse y desaparecer. Dijo que estaban mar adentro, a unas
70 millas del puerto y que esa noche se desató un fuerte temporal, que el viento
hizo serpentear el barco como una cáscara de nuez entre olas de diez o quince
metros y que vió cómo los relámpagos iluminaron de violeta todo el océano. Dijo
que estaba con otros siete tripulantes, pero que estaba solo en la proa,
sacando con un tacho el agua que caía a balazos en la cubierta, cuando escuchó
el gemido de la bestia que gritó y que vio su lomo oscuro y escamado saltar
formando un arco por encima de su cabeza, y que sintió la furia del coletazo
que el monstruo dio a la nave, antes de zambullir su cuerpo otra vez.
Dijo que tuvo miedo y le creí.
Faltaba un día para las Pascuas y los Sábados de
Gloria están permitidos los festejos, así que ese sábado estábamos comiendo un asado en casa de Mario, cuando el tipo contó eso.
El hombre se llamaba Roberto y era capitán de un
buque pesquero. No sé hace cuánto estaría en la ciudad o amigo de quién sería.
Viví acá toda la vida y en "pueblo chico" todos nos conocemos las
caras. Y esa cara, la de Roberto, no la conocía. Recuerdo que tenía una
expresión poco común en la mirada, algo que me pareció bastante hostil. Cuando terminó de hablar se hizo un silencio, de esos de los que cuesta salir porque uno se va a otra dimensión y queda como en un limbo, hasta que alguien vuelve y continúa a la charla.
- ¡Andá! Son
historias de pescador - vociferó uno. Y hubo risas.
- Yo te creo,
Roberto. Que las hay, las hay. Criaturas o lo que sea, porque haber, hay. En
Necochea y en todas partes. –
Así, empezó Laura su relato. Y siguió:
- Hace unos veinte
años estaba con mi amiga, la María, la que vivía a la vuelta, la que era mi
vecina, y serían como las diez de la noche. Íbamos a ir a un asalto por el
cumpleaños de un compañero de la escuela, pero nos dio fiaca y en vez de
encarar para el lado de la casa a dónde vivía el chico, nos pusimos a caminar y
sin darnos cuenta terminamos en la playa. Hicimos unos dos kilómetros por la
orilla, hasta que nos sentamos al borde de la escollera.
Estaba oscuro y era una noche hermosa de verano, en los primeros días de diciembre, cuando los turistas todavía no llegan y nosotros podemos disfrutar de nuestra playa.
Estaba oscuro y era una noche hermosa de verano, en los primeros días de diciembre, cuando los turistas todavía no llegan y nosotros podemos disfrutar de nuestra playa.
Estábamos sentadas
al borde de una roca, con el sonido de fondo de las olas que reventaban contra
las piedras y nos salpicaban con la espuma, y ella recitaba un poema que le
había escrito al novio cuando grité:
- ¡Raja! ¡Levántate
y rajá!
Corrimos tan rápido que no nos dieron las patas del susto, hasta que llegamos a la intersección con la 59.
Corrimos tan rápido que no nos dieron las patas del susto, hasta que llegamos a la intersección con la 59.
- ¿Qué viste?
- Lo mismo que vos.
- No pude decir más.
Nos detuvimos al llegar a la plaza del centro, frente a una confitería que estaba abierta.
Nos detuvimos al llegar a la plaza del centro, frente a una confitería que estaba abierta.
- ¿Qué viste?
- Una sombra, un
alma, un espectro, no sé. No sé qué mierda ví.
Entramos al café, compramos una botella de agua y le pedimos al muchacho de la caja que nos prestara una birome.
Entramos al café, compramos una botella de agua y le pedimos al muchacho de la caja que nos prestara una birome.
- Por favor,
dibujalo. - le pedí-
Agarró una servilleta de papel de la mesa e hizo el retrato. Fue tal cual. Lo que habíamos visto era la figura de una mujer, una sombra más negra y más oscura que la noche, una silueta de cuatro o cinco metros de altura, erguida sobre las aguas, levitando, con el pelo largo hasta la cintura y un vestido como de tules harapientos formados por una bruma espesa y abominable.
Unos cuatro meses después, merendábamos en lo de la María y su abuela, la doña Gloria, que siempre tenía el tele encendido en la cocina, nos chista para escuchar las noticias: un guardavidas de Claromecó en Canal 11, que decía que había visto un ánima maligna surgir de la nada y elevarse sobre el mar.
Agarró una servilleta de papel de la mesa e hizo el retrato. Fue tal cual. Lo que habíamos visto era la figura de una mujer, una sombra más negra y más oscura que la noche, una silueta de cuatro o cinco metros de altura, erguida sobre las aguas, levitando, con el pelo largo hasta la cintura y un vestido como de tules harapientos formados por una bruma espesa y abominable.
Unos cuatro meses después, merendábamos en lo de la María y su abuela, la doña Gloria, que siempre tenía el tele encendido en la cocina, nos chista para escuchar las noticias: un guardavidas de Claromecó en Canal 11, que decía que había visto un ánima maligna surgir de la nada y elevarse sobre el mar.
- Era tu suegra, Lau - bromeó Pico, con la boca a medio llenar.
Yo lancé una
carcajada que me atraganté con la gaseosa, porque a la suegra de la Laurita le
falta la escoba, nomás.
Y después me puse seria porque era grave el asunto:
Y después me puse seria porque era grave el asunto:
- Ustedes joden y
algunos deben pensar que son mitos, fantasías. No todos, porque algunos tienen respeto. Yo vi el mal con mis propios ojos y lo que ví fue la
maldad.
Todos saben que yo trabajo en Necomar hace un montón de años, al menos 15 serán. Frente a la esquina de la 159, al lado de la casa de náutica Don Julio, vivía un tipo: el Gitano.
De vez en cuando, se cruzaba a comprar a la pescadería y ninguna de las dos empleadas, ni Paula - la otra chica- ni yo, lo quería atender porque nos daba la sensación de que el tipo era raro, de que vibraba bajo. Tenía una onda que cuando se cruzaba se te ponía la piel de gallina.
Una mañana de julio, a eso de las 8, estaba abriendo la pescadería. Hacía un frío y había una niebla... Bue, en eso, mientras enciendo las luces oigo un tole tole bárbaro en la vereda: era el Gitano que discutía con uno de sus vecinos en la puerta de su casa.
Todos saben que yo trabajo en Necomar hace un montón de años, al menos 15 serán. Frente a la esquina de la 159, al lado de la casa de náutica Don Julio, vivía un tipo: el Gitano.
De vez en cuando, se cruzaba a comprar a la pescadería y ninguna de las dos empleadas, ni Paula - la otra chica- ni yo, lo quería atender porque nos daba la sensación de que el tipo era raro, de que vibraba bajo. Tenía una onda que cuando se cruzaba se te ponía la piel de gallina.
Una mañana de julio, a eso de las 8, estaba abriendo la pescadería. Hacía un frío y había una niebla... Bue, en eso, mientras enciendo las luces oigo un tole tole bárbaro en la vereda: era el Gitano que discutía con uno de sus vecinos en la puerta de su casa.
- ¡Ojalá que te
mates en la esquina y te hagas bosta!- lo escuché bien clarito.
Nomás, que el vecino (no me acuerdo ahora el nombre) cruza la esquina, la de la 159 y la 96, y
lo atropella un camión que venía de Mar del Plata. Se lo lleva
puesto. El chofer nunca lo vio. ¿Pueden creer? Los restos del tipo quedaron
desparramados por la avenida hasta las tres o cuatro de la tarde. Vos Mario,
¿te acordás?
Del Gitano se decía
que era brujo, que hacía gualichos, que iba a la playa de noche y hacía
rituales malignos con animales, siempre había un chisme.
La cuestión es que había
pasado un tiempo luego del accidente y el Gitano comenzó a ir más seguido a la pescadería, con la excusa de que el médico le había recomendado que comiera más Omega 3 por su artritis. El Gitano tendría unos 73
o 75 años, en ese momento. La cosa es que empezó a ir más seguido a la
pescadería y nos fuimos convenciendo de que era un pobre jubilado del que se
hablaba por hablar.
Será que uno se
acostumbra a todo porque el hombre nos empezó a caer bien. Incluso, una tarde
mi compañera le convidó unos mates con criollitos y se quedó charlando con nosotras
hasta que cerramos.
Ella le contó que
estaba embarazada de cuatro meses, que esperaban a una nena, que le iban a
poner Camila, que pronto iba a entrar de licencia.
Al día siguiente, el Gitano cayó a la pescadería con unos escarpines blancos de regalo.
Sentí un chucho, un erizo, te juro:
Al día siguiente, el Gitano cayó a la pescadería con unos escarpines blancos de regalo.
Sentí un chucho, un erizo, te juro:
- Ni se te ocurra,
Paula. Prendelos fuego. ¿Me escuchás? – le advertí.
No sé si ella sintió
lo mismo o me hizo caso por esa aprensión que tienen las embarazadas, o por
instinto. No sé. Fuimos a la cocinita que estaba al fondo. Les tiramos medio
frasco de alcohol. Luego encendimos un fósforo y vimos cómo los escarpines blancos ardieron
sobre la mesada. No se quemaron.
Siempre que estamos
en vísperas de las Pascuas, me acuerdo de lo que dijo el tal Roberto ese día en
el asado:
Dijo que por las
noches escuchaba los gemidos de la serpiente marina y que la bestia se alimenta
de los restos de animales que los hombres dejan en la costa cuando invocan al
Maligno, y que el demonio se presenta a las almas que lo adoran y que adopta la
forma de una mujer.