sábado, 28 de diciembre de 2013

Flores

A mis muertos llevaré flores
Y ósculos en racimos
Esas flores serán
Besos sobre la frente
Que del labio al mármol van.

A mis muertos llevaré flores
Y en una oración, quizá,
Un pensamiento al polvo,
A la tierra o al aire irá:
Cuando tú mueras,
Sobre la tumba,


¿Quién flores te dejará? 

martes, 19 de noviembre de 2013

De no ser

A veces, me siento melancólica
Y herida, y me alegra
No ser la luz rosácea
De la aurora
Que atraviesa la ventana,
Los malvones, las vísperas,
El beso parroquiano,
La obligación conyugal.
Y te veo
Inevitable y violento
Como un viernes
O un rayo
De hielo azul
Espejado
En un punto indivisible
Del pensamiento;
Y me alivia no ser  
La húmeda sombra
Que se funde con el eco
Del jazmín
Cuando la tarde grazna,
Sino el susurro
Del sauce que llora
Su llanto celeste.  

jueves, 31 de octubre de 2013

No quiso


No quiso la rosa ser orquídea
¡Y tanto que me pareció
Nívea flor entre agrestes ramas
Que de casta, empalideció!...
Como purísima y diáfana,
En un instante la vi
Blanca, límpida, inmaculada…
La guardé en un suspiro, y me fui.

viernes, 9 de agosto de 2013

El Cretino. Parte 1: La oficina

El Cretino mira por el enorme ventanal que da al río. Su oficina, en el piso 12 de las Torres Catalinas, podría estar ubicada en Puerto Madero, en el microcentro o en cualquier otra parte de Buenos Aires en donde una multinacional operaría. Piensa que está próximo el cierre de planillas, y que la gente de logística aún no le ha mandado los balances del sector. También, en algunos proyectos para presentarle al gerente de márketing y la manera más sutil de barrerle el piso al subgerente de la compañía. Así es el Cretino, un verdadero cretino, y tanto que lo es que ni siquiera importa su nombre. Solo diré, para que se ilustre el relato, que el Cretino es un profesional ambicioso, un ingeniero industrial con una carrera brillante y como todos los cretinos de su especie, un yuppie.
Uno de sus dos celulares suena adentro del bolsillo interno del saco azul, colgado sobre el perchero de raíz de nogal que decora la puerta de su despacho. Atiende. Es Dolly. No la joven, alegre y hermosa Dolly que fue hace 30 años. Es la Dolly actual: la solterona y paciente secretaria del prominente imbécil del despacho contiguo, que ahora, del otro lado de la línea, tiene ganas de gritarle que sabe a la perfección lo que es un capuchino, y que ella se peinaba las canas cuándo él usaba pañales, así que, que por favor se ahorre la molestia de explicarle lo que es un capuchino. Además, lo llamó para preguntarle si quiere o no muffins, y no para escuchar toda esa cuestión de la crema y la canela que hay que pedir a parte. Está apurada, tiene que pasar por el banco para hacer un trámite personal y la cola en el Sturbucks es interminable.
Dolly conserva algo de la frescura de sus mejores años, cuando los ’70 la sorprendieron con un par de hojas en el patio trasero de la casa de algún filo, música de Vox Dei y pantalones Oxford. Dejó de encontrarse sexy hace mucho tiempo y hace mucho más que se siente asexuada. Nada la erotiza, excepto por la remota posibilidad de encontrarse con el Dr. Lafont, que con un golpe de suerte, por fin, sería viudo.  
Dolly y el Dr. Lafont vivían uno enfrente del otro en el barrio de Boedo, sobre la calle San Juan, cuando el Dr. Lafont no era doctor, sino Miguel y todavía no había conocido a Rosario, su esposa (o desgracia). Dolly odia a ésa zorra que le ganó de mano con una maniobra digna de una culebra: lo enroscó con un embarazo, del que Miguel, quien era un caballero, no pudo salir.
Dolly había sido novia de Miguel durante la secundaria, pero se distanciaron cuando a él lo llamaron para el Servicio Militar Obligatorio, que gracias a ciertas influencias de la familia Lafont, cumplió en el Círculo de Oficiales de la calle Quintana. Así, el cadete Lafont pasó más de seis meses con dos pasa tiempos obligatorios, que se alternaron durante los sábados y domingos: lustrar zapatos y limpiar las infinitas escaleras de mármol con jabón en pan. Fue castigado por su comportamiento irreverente hasta que logró acomodarse como monaguillo y hacer uso de las bondades que le otorgó la Santa Madre Iglesia; entre ellas, volver a su casa los fines de semana. Una de ésas noches, después de tantas otras de encierro, Miguel conoció a Rosario, mientras Dolly dormía. 
Luego del desengaño de Lafont, la mujer alquiló un departamento sobre la Av. Independencia y salió con unos cuantos idiotas, con varios se frecuentó y se desilusionó, en una secuencia interrumpida solo por algún viaje de índole profesional. Miguel, por su parte, pasó el próximo lustro entre mamaderas y libros de anatomía patológica, bacteriología y otras materias de igual densidad.
Muchos años después, cuando la madre de Dolly murió, se cortaron los lazos que quedaron entre ellos y se perdieron los rastros. Ella vendió la casa que heredó de sus padres y compró un dos ambientes, cerca de la oficina en donde trabaja de 9 a 18 hs, como asistente del Cretino.
Noc, noc. Entra. Le sirve el café, con el punto justo de crema y canela, con tres de edulcorante, con unas gotitas de vainilla (que él no pidió, pero que ella decidió agregar, casi como un capricho). El Cretino está ansioso, espera la llamada del Chino Pasman, uno de sus mejores amigos y socio, junto con otros dos paquetes del club de rugby, con quienes empezó hace un par de meses un microemprendimiento con el que están levantado guita en pala. La cuestión es que la cosa está funcionando en serio y el Cretino tiene en juego una cuantiosa suma que depende, como siempre, de un sí o de un no.
Dolly le pasa la llamada. La respuesta es favorable. El cliente está de acuerdo con los términos de la prestación y del pago. Pero no solo eso: ¡Tienen exclusividad de la obra! El anuncio de tal noticia podría ser el momento ideal para un evento institucional: no todos los días se atrapa un pez gordo y reforzar la identidad corporativa es clave. Así que, el Chino le dice que va a comunicarse con un par de contactos que tiene en los medios. ¡Cuánto más ruido, mejor! Es un gran negociante, pero ésta vez, llegó más lejos de lo que todos imaginan.
En el fondo, el Cretino no está impresionado. Sabe que tiene la vaca atada al nudo de la corbata. La vida es simple para él y tiene algo mucho más valioso que el dinero o el poder (o incluso que la conjunción de ambos), aquello que lo hace irresistible: éxito.
Ingresó a la Universidad de Buenos Aires al terminar el bachillerato. Había aprobado las materias del UBA XXI sin mayor dificultad, mientras otros perdían el tiempo en la organización de un viaje que requiere solo de dos elementos: esquís y alcohol.
En el tercer cuatrimestre de la facultad ya era ayudante en la Cátedra de Análisis Matemático I. Posteriormente, colaboró en otras asignaturas de la currícula, conoció chicas a rolete y practicó con ellas todo el sexo que pudo. El Cretino recuerda esos tiempos como momentos de gloria.  
Una vez recibido, no fue difícil convencer a su padre para que le financiara un posgrado y partió, muy a pesar de la disconformidad de la Sra. Madre del Cretino, a Massachusetts, donde pasó un año en el MIT. De vuelta en la Argentina, tardó menos de una semana en conseguir un empleo y menos de dos meses en ingresar a la compañía automotriz en donde siempre quiso trabajar.
Dolly lo escucha hablar del otro lado de la puerta. Aguarda a que corte para avisarle que tiene que ir al banco. Pero el Cretino, como otros tantos bienudos de doble apellido, tiene la costumbre de mezclar los negocios con la vida social, haciendo de cada bussines una misa de esponsales.
Por fin oye el ¡clack! Lo llama al interno y le avisa que debe pasar por el banco, están por cortarle la luz que ya venció hace un par de semanas. ¡Un caos, el pobre Bartolo -un basset fastidioso y destructor - podría quedarse a oscuras en cualquier momento! La mujer emprende camino hacia el Galicia, que queda a un par de cuadras, pero antes de salir, la ve. Sabe lo que está pasando. Lo observa en la comisura de su boca y en la forma en que juega con el cable del teléfono. Lo huele, lo palpa, lo percibe: el Cretino, otra vez, está seduciendo a la recepcionista de turno.   
A diferencia de la anterior, ésta es una chica delicada, suave, femenina. No como Andrea, una pelirroja despampanante, atrevida, sensual, con un escote exorbitante y los ojos verdes como una pantera. Andrea es ordinaria, pero de una forma divertida. Por eso, los hombres solo piensan en una cosa cuando la ven: quieren meter las narices en el medio de esas dos grandes siliconas, como lo hizo el Cretino, y gracias a lo cual, la mujer ascendió más posiciones de las que practicaron juntos. ¿Pero la nueva? … ¡Eso sí que sería una canallada! ¿Cómo no le da lástima meterse con esa chinita de Hersilia? A Dolly se le revuelve el estómago.
Valeria tiene 22 años y hace uno que está en Buenos Aires. Le costó adaptarse a la gran ciudad, sobre todo porque a Valeria, la vida en general le resulta complicada. Vino a la capital huyendo de una historia familiar demasiado engorrosa como para que la decisión de dejar su pueblo fuera consciente. Al llegar, se instaló en una residencia estudiantil sobre la calle Córdoba y al cabo de varios meses de búsqueda, consiguió en un call centerun trabajo mal pago y en un horario marginal, en donde pasó un año mientras cursó el ingreso de abogacía. Aprobó solo Ciencias Políticas, como quien dice, “a los ponchazos”. Con un par de billetes en el bolsillo, renunció a aquel antro con olor a pucho, en donde se sentía cada vez más explotada, y luego de participar de un arduo proceso de selección, consiguió el puesto de recepcionista, desde el cual ve entrar y salir a diario al Cretino. La city la fagocita, igual que el gusano blanco al maíz. Aún así, el pelo rubio, la piel trigueña y los ojos pardos, hacen de ella una belleza soberbia. Valeria es, para el Cretino, un caramelo de miel que hay que saborear despacio.
Dolly está en el banco. Como siempre, la espera es parte de su vida. Está cansada, empiezan a dolerle las piernas. Siente cada vez más pesadas las arañitas en las pantorrillas; por lo visto, el inmundo preparado de zanahoria y sábila que está tomando no le da resultados. Debería consultar con un flebólogo. ¡Cómo le duelen las piernas! La mujer de la ventanilla indica que pase el siguiente. ¡Por fin!, es su turno.  
El Cretino observa la hora en el Victorinox de maya metálica prendido a su muñeca; el cual, le indica que son casi la una de la tarde. Dolly no llega. Se fue por lo menos hace cuarenta minutos. La llama al celular. Un contestador le informa que el número al que desea comunicarse se encuentra inhabilitado para recibir su llamada. Quiere hablar con la recepcionista. El teléfono suena, suena, suena. Valeria está en el baño. En otro interno, la voz de Andrea.
Desde hace unas semanas que no se cruza con ella. No es casual. Los desencuentros empezaron cuando él se enteró de que “la colorada” iba a ser la asistente de Mato: el miserable, sexagenario, cuatro de copas, subgerente de marketing a quien tiene que borrar del mapa, o al menos, del organigrama. El Cretino cuelga ni bien la escucha. Hay cosas que no debe saber ni siquiera su propia sombra. No tiene definida la estrategia, pero algo está elucubrando y Andrea lo cazaría al vuelo. La mina es un águila.  
¡Parece que Dolly se dignó a regresar! ¿Pero qué puede decirle? Experimenta algún tipo de sentimiento afectivo por la mujer, una mezcla de ternura y lástima, la misma pena que sentiría por su madre si viviera en tan adversas circunstancias: vieja, soltera y con un perro abominable por única compañía. Por supuesto que la Sra. Madre del Cretino está muy lejos de encontrarse en tan desfavorables condiciones, y por suerte, es muy feliz casada con su padre: un ricachón con un par de miles de hectáreas en Corral de Bustos, gracias a las cuales provee – y proveyó- de significativas comodidades a la familia.
Dolly cree que es entretenido tratar –lidiar- con su jefe. Existe cierta complicidad entre ellos, y a decir verdad, se complementan bastante bien. El Cretino es un individuo compulsivo: adicto al trabajo, al orden, a la prolijidad, a la organización, a la limpieza, a la ortografía, a la puntualidad… a la perfección. Eso quiere decir, que el tipo es un rompe quinotos de tiempo completo, lo cual no le deja -a ella- margen para reflexionar sobre su vida, ni un segundo libre para deprimirse, ¡óptimo! Aunque, los viernes por la tarde –siempre es una de las últimas en fichar- la mujer sí que derrapa. Pero antes de que comience la debacle absoluta, la sempiterna derrota de los viernes, quizá tendrá la “dicha” de encontrarse en el ascensor con el vecino del 3 D –el de arriba-, quien la amenazará con hacerle una denuncia si no regala a Bartolo, ése animal del infierno al que debería cortarle las cuerdas vocales.
Bartolo destruye –muerde, rompe, desparrama, babea, moja, vuelca, ensucia, orina, e incluso, defeca- el departamento de Dolly, como un maratonista, en el menor tiempo posible, para que cuando su dueña llegue, encuentre el lugar hecho un basurero. ¡Esa es la venganza canina por más de cuarenta horas de abandono semanales!
Tal vez, es cierto que la mascota tiene algunos problemitas conductuales, pero es el entrañable compañero que la espera y que la ama, incluso, vieja como es. Por eso, al final de la jornada, cuando Dolly llega a su casa, limpia -con paciencia apostólica- el desastre que hizo Bartolo, mientras escucha las noticias en la tele. Se quita los zapatos y llena el primer medio vaso de la noche con hielo y Old Smuggler, un whisky barato y fortachón.
El Cretino necesita concentrarse en un informe que debe enviar de inmediato. Esperó el fin de semana para que los inoperantes de logística le mandaran una planilla de Excel, que recibió a primera hora del lunes, cuando él ya tendría que haber entregado los estados financieros del corriente ejercicio y las proyecciones para el siguiente. Está rabioso, le fastidia ver tanta ineficiencia junta. No entiende porqué tiene que correr contra reloj para salvar las papas de esa manga de inútiles, incompetentes, descerebrados. Resopla.
Bartolo estuvo toda la noche descompuesto con vómitos y más vómitos, por lo que Dolly empezó el día de la siguiente manera: limpió el río de comida masticada y bilis que flotaba en su cocina. Paró por lo menos ocho taxis para encontrar un alma caritativa que la llevara con el basset (el perro olía como el puerto de Mar del Plata en pleno enero). Tuvo que detenerse a retirar efectivo por un cajero automático, con el animal –al momento- diarreico, y el taxista proliferando una catarata de insultos y maldiciones a la mujer. Una vez en la veterinaria, el especialista dio el diagnóstico en un periquete: Bartolo se había intoxicado con un alimento en mal estado. Los canales secretores debajo del párpado estaban inflamados, así como el estómago, el intestino delgado y otros órganos del sistema digestivo. Lo más precavido era que el perro se quedara allí, hasta la tarde, para ver su evolución.
Dolly llega a la oficina. La travesía la demoró más de la cuenta y el Cretino echa espuma por la boca. Le pide – con seriedad solemne- que por favor haga diez impresiones de cada uno de los archivos que le hizo llegar vía mail, hace por lo menos media hora y que los ponga en un sobre membretado. La junta con los accionistas es a las tres y le falta armar el PowerPoint, con el que hará la presentación. Empieza a relamerse, le sobra confianza en sí mismo. Las cifras hablan lo que todos quieren oír, por lo cual, con una pequeña dosis de astucia, hará de las fieras unos leoncitos cirqueros. “Es pan comido”, se dice. 
Listo. Un trámite menos. Está orgulloso de lo bien que manejó la situación allí adentro. ¡Con qué muñeca maniobró! ¡Es un fórmula uno!  Es Nino Farina, Fangio y Luigi Fagioli, los tres juntos, corriendo en Alfa Romeo el campeonato mundial. En unos minutos va a contactarse con el Chino Pasman para chequear día y hora del contrato y ajustar detalles ulteriores. Por ahora, se merece unos instantes de relax. Quiere alguien que lo divierta: Valeria.
Las cosas empezaron a complicarse para la santafesina después de la primera carcajada. Lo que pasa es que es un descarado éste porteño, por eso la hace soltar esas risotadas. No puede negarlo, "¡El desgraciado es ocurrente!" ¡¿Cómo se atreve a mandarle esos mensajes por el Outlook?! ¡¿No sabe que la comprometería si alguien los leyera?! No quiere meter la pata. Escribe algo. Lo borra. Se muerde una uña. Pasa una hora, dos, tres. No le contesta. 
            ¡El enmascarado no se rinde! El Cretino sale de su oficina con una atípica dosis de adrenalina en sangre. Atraviesa el interminable pasillo que conduce a la recepción, donde está la mocita, quien con tremendas ínfulas no acusa recibo de sus correos electrónicos. Para el sujeto no hay peor cosa que ser ignorado, más si se trata de alguien de menor escalafón. La observa. La blusa blanca le queda tan sensual que quisiera arrancársela para lamerle los pechos frente a todos. Se contiene. Lo excita la idea de encontrar, en esa muñeca con rostro de primera comunión y piernas de María Magdalena, un adversario loable con quien jugar al gato y al ratón. ¿Tendrá que agudizar su ingenio, desplegar su creatividad para atrapar a la presa? ¡Excelente!  
            Valeria simula no verlo, pretende que el rollo del fax está atascado. Es de la gente que se abatata, balbucea, trastabilla… Es una pésima actriz. La delata el brillo en los ojos y la mueca ridícula que hace con las mejillas cuando una situación la toma por sorpresa. El Cretino apoya el brazo sobre su escritorio. Es imposible continuar fingiendo: el tipo devora su atención. Levanta la vista hacia él, con un lento recorrido que comienza por la manga de la camisa rallada hasta desembocar en la palma ancha y masculina. Habrá tiempo suficiente para focalizar en los dedos.
            Dolly recibe una llamada. Es Susana, su amiga de toda la vida, quien le propone tomar un cafecito, en el Havanna de Plaza San Martín, tipo seis y media. El incidente con Bartolo obliga a su ama a responder con una negativa, pues, debe retirar al can de la veterinaria. Susana insiste, quiere contarle un chisme jugoso. Ya se explayará, pero le anticipa que el Dr. Lafont es el Titular de la Cátedra de Toco/ Gineco de su hija, Catalina. ¡Creer o reventar! Miguel es Jesucristo resucitando entre los muertos. Dolly respira hondo, la noticia le cayó como un aguacero en una noche de julio. Por el momento, el perro pasará a segundo plano.





El Cretino. Parte 2: Los agujeros del dormitorio

Son las seis en punto. Dolly intenta, sin éxito, subir a un ascensor colmado de gente, pero le da pánico que la muchedumbre supere los mil kilos de capacidad límite, que indica el cartel blanco y rojo pegado en el espejo del elevador. Se baja. Quiere una pastilla de menta. Mete la mano en la cartera, la revuelve, abre un cierre, otro y otro. ¡Nada! Hurgar en el bolso de la mujer es como echar un vistazo por las góndolas de un supermercado chino: desde cremas exfoliantes hasta pipetas antipulgas. En él puede se puede encontrar varios tipos de artículos, muchos de uso incierto. El mayor inconveniente es que siempre halla las cosas fuera de término, como le ocurrirá dentro de unos meses con las golosinas mentoladas -como le sucede, ahora, con Miguel Lafont-.
Valeria acaba de rechazar al Cretino de una forma –para él, estrepitosa- ejemplar, con una respuesta monosilábica, un elegante “No”, que sonó a los oídos del susodicho como la explosión de una bomba molotov, improvisada pero con frenesí. La chica le puso los puntos sobre las íes. Después de todo, el tipo es un baboso y un desubicado, ¡¿era necesario que le pidiera el pin del BlackBerry?! No permitirá que la acose, al menos, en el ámbito laboral. Hizo lo correcto, una contestación clara, breve y efectiva, era lo mejor. Muchos años después, ella recordará una frase que oyó decir al Cretino: “A un león matalo. Nunca lo dejes herido”.  
Andrea está de espaldas al escritorio de Mato. Se agacha para levantar un papel que cayó –tiró- al suelo. Provocar al subgerente es su mayor entretenimiento, así que cuando el casillero de los “pendientes” está vacío, convierte la rutina en un show picaresco: se humedece los labios con la lengua, se acorta la pollera, se frota el pecho dejando entrever el encaje del corpiño, chupa la tapa de la birome o cualquier otro cliché que despierte la fantasía de la secretaria hot. Después, evalúa, del 1 al 10, cuán necesitado de pasto tierno está el buey en el día de la fecha. Al vejete se le salen los ojos cuando se mueve: Desde que la mujer empezó spinning tiene las piernas más firmes que nunca, y la cola… ¡Qué cola!... ¡Contemplar ese espectáculo es mejor que ver desnuda a la Coca Sarli en “Carne”! El puntaje en el “vejestómetro” oscila entre 9 y 10, excepto cuando el Cretino hace de las suyas.
Dolly llega al bar en el que se reunirá con su amiga. Se sienta. Pide un té con leche y un alfajor de chocolate blanco relleno de nueces. ¡Sin dudas, sus preferidos! Buenos Aires está congelada y necesita ingerir algunas calorías extras para no morir de hipotermia –y de ansiedad-. Susana entra al lugar. Se saludan, ordena un café doble, cierra la carta, y va directo al grano: la tarde anterior fue a una misa en la facultad de Catalina -su  hija menor-. No sabía con exactitud a qué se debía el evento, pero la mocosa puede ser recalcitrante cuando quiere algo, así que accedió. Estaba de pie, en el fondo del Aula Magna, cuando subió al estrado –Susana tiene vista de lince- un señor al que halló conocido. Lo había visto antes. Bueno, no estaba del todo segura hasta que el hombre comenzó a leer. Ahí se percató de que, sin dudas, era la voz de Miguel Lafont.
Lo había escuchado varias veces, hace tantísimos años, en la Basílica de María Auxiliadora, cuando los tres – los tórtolos y Susana- iban a visitar a Beba, la abuela de Dolly, quien vivía en una casona en la esquina de Don Bosco y Yapeyú. El marido de la vieja se había muerto de cáncer de vesícula, cuando a su hija –María- ni siquiera le habían salido los dientes de leche, por lo que el matrimonio no tuvo más descendencia. Dolly también fue hija única, aunque por otros motivos; el hecho de ser parte de una familia reducida, contribuía sobremanera a que la jovencita sintiera la obligación moral de presentarse en la casa de su abuela con regularidad. A la anciana no le gustaba ir sola a la iglesia, por lo que, de una manera u otra,  embaucaba a los chicos para que la acompañaran; y, como, además, quería quedar bien con el párroco - no sabía cuándo necesitaría la extrema unición-, uno de los tres debía ofrecerse para proclamar la Segunda Lectura. Lafont era la víctima sacrificial en la mayoría de los casos.
Dolly está en estado catatónico, hay algo místico en el encuentro de Susana con su eterno noviecito. Se pellizca, ¿es ella o es Santa Teresita ante la gracia de una visión?: en el cielo, Miguel, radiante, con un ambo blanco angelical, dictamina que el amor es paciente.
En verdad, Lafont leyó la Parábola de los Talentos –no la Primera Carta a los Corintios-, y estaba vestido –como corresponde ir a un acto académico- de traje y corbata, igual que el resto de los monigotes ubicados en las primeras filas –ciertas universidades privadas son colegios parroquiales-.Concluida la ceremonia, Susana se acercó a saludar a Miguel, quien en cinco minutos de charla la puso al tanto de sus últimos treinta y cinco años de vida:
Desde hace, al menos una década, es Jefe de Ginecología de uno de los pocos hospitales porteños con cierto renombre. Se especializó en fertilización asistida, un área  de la embriología que lo apasiona. Al parecer, es una eminencia y viaja a distintos puntos del globo para participar en coloquios. Hacía dos días había vuelto de Costa Rica, donde se celebró el XVI Congreso Centroamericano de Medicina Reproductiva, y el miércoles entrante viajaría a Hannover -Alemania- a la VII Convención de Neonatología y Fecundación In Vitro. Maneja una agenda complicadísima: ser autoridad en una institución de salud pública es una responsabilidad full time. Se halle en Manhattan o en la Isla de Pascua, tiene que estar conectado para brindar soporte a su equipo de profesionales y llevar adelante asuntos técnico-administrativos, como redactar informes o atosigar a las proveedoras  para que envíen los insumos al servicio que tiene a su cargo. El tiempo restante, se dedica a dar clases, ahí en la facu. Gineco es una materia con una abultada carga teórica y unas pocas –pero exigidas- horas de práctica en el hospital. Por suerte, Angelina –o “Angelita”-, su ayudante, sigue a pie juntilla el programa de estudios cuando él está afuera y le organiza el material de clase para que sepa cuál es el tema que deberá exponer de regreso. Miguel es abuelo de dos niñas: Emma y Delfina, las hijas de Juan Cruz, su primogénito. Las chiquitas son simpatiquísimas, pero él tiene adoración por la primera. No es que sienta preferencias, pero la nena tiene la mirada que tenía Rosario, su señora.
El café está vacío, no hay clientes, ni mozos; tampoco hay gente o autos en la calle… es como si la ciudad completa hubiera sido abducida por una gran nave alienígena o como si Susana fuera la señorita que canta los números de la lotería nacional, cuando se juega el gordo de Navidad. Dolly está absorta, sumergida en un mundo que cobra vida, como Pinocho, con las palabras mágicas de su hada madrina.
El Cretino tiene una deuda consigo mismo; la recepcionista le rogará… implorará… suplicará que salga con ella. ¡Sí, eso. Hará que la pueblerina se arrastre! Piensa que la venganza es un plato que se come frío. La frase le suena a caricatura –debería ser guionista-. Suelta una carcajada. Recuerda un fantástico episodio de Tom y Jerry. También, que sólo en los dibujitos animados de Hanna Barbera el gato falla en sus intentos por cazar al ratón.
 Alguien se anuncia en recepción. Valeria está desesperada por irse, son casi las siete, y sigue ahí metida. Está exhausta, no entiende lo que le dice el sujeto que tiene en frente. El tipo habla rapidísimo y gesticula como si tuviera un tic nervioso. Con algo de esfuerzo, entiende que el Cretino lo espera en su despacho.
El Chino Pasman entra a la oficia de su amigo, quien cierra la sesión de Windows, se quita los lentes cuadrados de marco negro –los que regalan en la entrada del  BAFICI-,  descuelga el saco del perchero y chequea que las llaves del auto estén adentro. Es un poco temprano para un after office, así que sugiere ir a su departamento, donde podrían tomar unas cervezas y conversar, sin bullicio, de la organización del acontecimiento que está próximo. Además, de esa forma el Negro y Tato –los otros socios- evitarían los escándalos de sus respectivas mujeres, ésas freek controllers que los hostigan con cataratas de mensajes de texto cuando se juntan en un bar. La del Negro está con el bombo y la de Tato es una loca de atar.
Al Chino le parece OK. En contadas ocasiones están en desacuerdo. Los muchachos se conocen desde que nacieron, son amigos, socios, compañeros de juerga.  Más que eso: son hermanos –de hecho tienen algún parentesco porque la madre de Pasman es tía segunda del padre del Cretino-; se leen las caras, los gestos, la mirada, tanto que si aprendieran a jugar al bridge, harían más bazas en una partida de rubber que varias de las distinguidísimas duplas que se entrenan -con rigor militar- para la pool de los viernes.
Dolly y Susana siguen en reunión de consorcio, como dos doñas de rulero y batón, meta charlotear acerca de los pormenores de la existencia del doctorcito, de los hijos que tuvo, la trágica historia de su esposa, su aspecto actual y una extensa lista de ítems a tratar. Todos, temas impostergables como el color de la corbata que llevaba puesta Lafont y si lleva aún el anillo de casado. Bartolo pasará la noche en la veterinaria.
Miguel fue un buen marido, incluso en las adversas circunstancias que le tocaron vivir. Es cierto que se casó, como decían las viejas de antes, “de apuros”, pero cuando Rosario le dijo que estaba embarazada, él tenía 20 años y nada de experiencia en temas de la vida y del amor. Con el tiempo, aprendió unas cuantas lecciones. La primera fue la de la responsabilidad que acarrea ser cabeza de familia. Apenas supo la noticia fue a contárselo a su padre, famoso entre los vecinos por su mal genio. Don Julián, era una buena persona, pero tenía siete bocas que alimentar y no había dinero que le alcanzara para mantener tremenda prole, por lo que su humor empeoraba día a día, según se acercara fin de mes.
Miguel era el mayor de los seis hermanos, pero nunca había sido un buen ejemplo para el resto. De chico fue un flagelo para Dorita, su pobre madre: no hubo travesura o berrinche que no haya terminado en una sala de primeros auxilios. Por ejemplo, a los  cuatro años se tiró por la ventana decidido a volar con un paraguas abierto, cual Mary Poppins. El susto del chico fue de tal envergadura que se quedó sin habla por los siguentes seis meses. En la adolescencia fue peor: lo echaron de casi todos los colegios, excepto del Mitre, en donde terminó la secundaria. Dolly fue testigo –cómplice- de que Miguel no dejó barrabasada por hacer: prendió fuego un gato, desconectó el tranvía, chocó la F-100 de su padre contra la vitrina de una tienda de ropa, secuestró los perros de raza del barrio  y pidió a cambio recompensa –pasó una noche en la comisaría por eso-, vendió perdices -¡Eran palomas!- al escabeche, entre otras salvajadas con las que se divertía.
  Pero Miguel sabía muy bien cuáles eran los límites entre una niñería y una canallada. Había llegado la hora de “poner las barbas en remojo” y enfrentar la situación. Estaba preparado para recibir una golpiza -al menos una bofetada- de su padre. No fue lo que ocurrió. Don Julián era un cascarrabias y él no le había dado respiro, pero la situación  no se arreglaría con un zapatazo. Ni siquiera había algo que enmendar, Miguel había crecido y debía tomar sus propias decisiones. “Mijo, usted es un hombre. Haga lo que le parezca correcto”, fueron las únicas palabras que su padre pronunció en cuanto al tema.
Un cura conocido de Dorita los casó, al mes, en la parroquia San Bartolomé. La novia estaba preciosa –no lo era- tenía un vestido que consiguió prestado, de organiza y satén, con una majestuosa cola de tul francés. Prefirió un tocado censillo: el pelo recogido al costado con un pequeño arreglo de jazmines, iguales a los del bouquet. Fue una boda emotiva, a la que asistieron familiares y un reducido número de allegados. La Sra. Lafont hubiera querido más invitados, pero su consuegra la conminó para “hacer algo más íntimo”, porque el tema del embarazo era un escándalo para la época.
Juan Cruz nació una tarde de julio. Tenía un llanto agudísimo y se prendía al pecho de su madre con la glotonería de un ternero. Para entonces, Miguel era cadete en una  renombrada escribanía, y había empezado a cursar las primeras materias de la carrera. A la joven pareja le costó adaptarse al cambio de vida: no se conocían, ni siquiera estaban enamorados y las demandas del recién nacido acentuaron las falencias. Lo primeros meses fueron los más castigados para el matrimonio, consumido por disputas bizantinas sobre los gastos del bebé, y el alquiler de un contrafrente minúsculo, oscuro y sin comodidades. 
Sin embargo, Miguel siempre fue un pragmático, y ese mismo criterio utilitarista  lo impulsó a conservar la institución nupcial. “Es bueno lo que es útil. Es útil si funciona. Funciona si lo haces funcionar”, se repetía al tiempo que deshacía las valijas que armaba su mujer para mandarlo a mudar a casa de su madre. Rosario perdía los estribos con mayor facilidad, Juan Cruz la sacaba de quicio y estaba exhausta de las tareas domésticas: fregar, cocinar, planchar, lavar, estrujar, tender… El detergente y el lampazo la tenían hasta el caracú. “¡Sí! El casamiento es como el cuento de Walt Disney, la Cenicienta, pero en una versión en la cual la invitación al baile nunca llega”, pensaba a menudo. La fiesta en el palacio real llegó cuando el marido cambió de trabajo. Un considerable aumento de salario y todos felices. Esa fue la segunda lección: “Contigo pan y cebolla” es una estúpida frase proverbial. El nuevo empleo trajo aire a una relación asfixiada por cuentas que crecían al ritmo del pequeño. La época de las vacas flacas cedió paso a una nueva etapa, más relajada -sin tantas presiones económicas-: la primavera de los casados.
El verano trajo la llegada de Inés, la menor de los Lafont. La nena creció en un PH al frente, con tres dormitorios, patio y parrilla que rentaron a un excelente precio, dado que el propietario era un primo de Rosario que se dedicaba a la exportación de telas provenientes de Bali, y que por razones comerciales se había asentado en Denia. La vivienda era luminosa y tenía espacios amplios, por lo que los chicos podían jugar sin  fastidiar a su padre. En ese momento, Miguel estaba en la recta final de su carrera y preparaba los exámenes por las noches -pava y mate mediante-; por lo que, los fines de semana, se rendía a la siesta como el ejército de Cleopatra ante las tropas comandadas por Augusto. Esos fueron los años más felices de la familia, y los únicos. Los otros instantes fueron raptos, destellos, luces intermitentes de un faro que se oculta entre el oleaje.
Don Julián murió con determinación, sin consultar. No le avisó ni siquiera a Dorita, quien lo encontró tirado en el piso del living cuando volvió de la mercería –se había quedado sin hilo-. Se lo llevaron en una camilla tapado con una frazada. -¡Qué ironía!- Estaba frío y duro como un pedazo de mármol. La autopsia describió un deceso rápido: “Paro cardio-respiratorio”.
La pérdida de su padre fue un golpe duro para Miguel, pero lo de Rosario fue distinto –arduo, sería la palabra-. El Alzheimer se le manifestó una tarde, cuando salió de su casa para retirar a sus hijos del colegio. A las dos de la madrugada, un patrullero la llevó hasta el Hospital Durand; estaba desorientada, no podía explicar qué hacía allí ni a dónde había estado todo ese tiempo. Los episodios se reiteraron con frecuencia y los trastornos conductuales se presentaron con mayor agudeza, en cosa de meses. A medida que la enfermedad alcanzó estadios más avanzados, el carácter de Rosario cambió de forma radical, y su temperamento se tornó más y más agresivo. Ahora, es parte de un experimento, en el que médicos y enfermeras evalúan los efectos de diversas dosis de fármacos a fin de aletargar la degeneración, progresiva e irreversible, de su tejido neuronal.
Dorita intentó llenar un espacio que nadie pudo ocupar. Con su nuera internada en una clínica psiquiátrica, y Miguel tapando los agujeros del dormitorio con agónicas guardias de residente, la abuela tomó la posta: se quitó la cofia, se mudó a lo de su hijo y se convirtió en la mujer-orquesta para criar a sus nietos, todavía en edad escolar. Sólo Dios sabía cuándo vendría a buscarla la señora de la guadaña, pero una madre se olvida rápido de sí cuando un hijo la necesita. Vivió poco tiempo más, pero lo suficiente para alimentar, educar, consentir, castigar, acompañar… ver crecer a Juan Cruz y a Inés, y alivianar la carga de Miguel. 
Son las once de la noche y “los cuatro fantásticos” están por desfallecer de inanición. El Cretino llama a un delivery de comida japonesa en donde preparan un uramaki exquisito. No puede decir lo mismo del nigiri o del sashimi, casi todas las cadenas de sushi porteñas venden chatarra, si se lo compara con el de otras partes del  mundo. Ni qué hablar de las incomparables piezas que se comen en el bar del legendario Jiro, en Tokio. El Chino Pasman coordinó con las partes para que la firma del convenio fuera ése mismo viernes. Por lo tanto, deben trabajar contrarreloj si pretenden anunciarlo en un evento. El Chino Pasman chequea la lista: el salón está pago, también el catering, los técnicos de la proyección multimedia, los del sistema de sonido, promotoras,  fotógrafo,  camarógrafo, discc jockey y la mina que se encarga de la ambientación. No falta nada. Los potenciales clientes respondieron a la invitación que se les hizo llegar por mail. Van casi todos. Envió material promocional a unos cuantos amigos que trabajan en prensa y los confirmó telefónicamente. No hubo “peros”. Lo que están desarrollando es bastante innovador y el tema de la energía solar está en boga, así que, con seguridad, cobertura no les va a faltar.
Ninguno en ésa mesa es el inventor de la pólvora –ni del silicio cristalino-. Tampoco hace falta serlo para forrarse de efectivo, mientras se esté dispuesto a montar un gran teatro. El de ellos es el speech de la  tecnología aplicada a la sustentabilidad ambiental. El quid de la cuestión está en la mejora del diseño. Lo demás es lo mismo que el Cretino vio -hace unos años- en su estadía en Japón: células fotovoltaicas compuestas por semiconductores que generan electricidad a partir del almacenamiento de luz. La genialidad del Cretino fue la idea de perfeccionar los lingotes estándar que se venían fabricando, hasta lograr discos finos como una lámina. Obtener el espesor demoró más de la cuenta, pero consiguieron reducir los costos de producción en un doscientos por ciento. Eso, como habían calculado, les abrió las puertas del mercado. Los autogeneradores se venden como chupetines en los quioscos. No hay barrio cerrado, edificio o construcción hecha con la movida de la “arquitectura inteligente” que no los incluya en los planos. El negocio marcha sobre ruedas y confían en que el sábado no habrá complicaciones, ya que desembolsaron una buena cantidad de billetes en el evento.
Es miércoles por la mañana –el martes pasó como un tiro-, sobre el escritorio de Valeria hay una caja negra con un gran moño de cinta de raso turquesa. No se anima a abrir el paquete, podría ser un regalo para alguien más. Seguro que es el cumpleaños de alguna compañera con la que se cruzó, recién, cuando se sirvió un café. O peor, quizá, la gente de la oficina cree que es su cumpleaños y le compraron un presente, con torta y todo. ¡Un verdadero papelón! La intriga la consume. Ve que hay una tarjeta personal del Cretino con una inscripción al dorso. La nota dice: “Vas a estar espléndida. Te busco el sábado a las 19:30 hs. P.D: No te molestes, ya sé tu dirección”. 

El Cretino. Parte 3: Del contenido

             Valeria no sabe qué hacer con la caja. Se pregunta qué habrá adentro. ¿Sería para ella o el Cretino la habría dejado sobre su escritorio para que la enviase como encomienda? ¿Podría ser tan idiota, el sujeto, de haberse olvidado de mandarle un mail con la dirección del destinatario? Demasiadas preguntas. Revisa la casilla de correo. No hay mensajes nuevos en la bandeja de entrada. Piensa que, tal vez, el Cretino ha decidido apostar más fuerte y llevar el coqueteo a un segundo estadio: puertas afuera de la oficina. Medita. Cree que dados los términos en que se encuentran las relaciones con el susodicho, un error interpretativo en la decodificación del gran mensaje-caja podría ser garrafal. Ella demostró su voluntad de no ceder ante los caprichos del Cretino, y en medio del actual clima de tensión que existe entre ambos, la acción psicológica resulta un elemento clave de desestabilización en la puja por el control de las emociones. En eso, el Cretino ha ganado terreno porque el enorme paquete que Valeria tiene frente a sus ojos, con certeza,  la desconcierta. Hasta el momento, no hay indicios que la hagan suponer que no se trata de un obsequio, aunque podría ser una broma. Como siempre, duda.
Valeria es un espíritu aguerrido. En ella se despliega el combate, la lucha, la contradicción de los opuestos; es algo así como Lenin y la emperatriz Alejandra Fiódorovna coexistiendo dentro de un mismo cuerpo. ¡Algo agotador! Le cuesta ponerse de acuerdo consigo misma porque, la mayoría de las veces, odia –con igual intensidad- todo cuanto ama o amó. Eso la hace alegre y triste, risueña y taciturna, Melpómene y Talía rasgándose las vestiduras por protagonizar una obra teatral que no define su género entre la tragedia y la comedia. Una vez, alguien la llamó “hiperbólica”, yo agregaría que es una persona enérgica, apasionada, inestable, emocional, creativa, altruista, insegura, ingenua, idealista, agresiva, desconfiada, vulnerable y enamoradiza. Es arrolladora, vital, fuerte, emprendedora, impulsiva, con un sentido del humor ácido; y por cierto, una rubia despampanante que, con una pequeña dosis de picardía, podría utilizar sus encantos para disuadir a todo un escuadrón de fusilamiento, al estilo Mata Hari. Solo que Valeria aún no se dio cuenta de eso.
Por ahora, sufre. Dejó atrás su pueblo porque necesitaba respirar, soltar las ataduras de un pasado espeso y pegajoso como un engrudo. Hubiera querido mudarse de país e incluso de planeta. No pudo, así que se conformó con poner más de setecientos kilómetros de distancia entre ella y Hersilia. La determinación fue abrupta. Valeria puede dar más vueltas sobre una idea que una pareja de tango en un salón de baile, pero cuando adopta una medida no hay figura que la haga pivotear. La muchacha tiene voluntad de hierro, y con esa firmeza de carácter, una mañana decidió que pondría coto a una vida plagada de insatisfacciones. Se dirigió a la estación de ómnibus, en donde averiguó el precio de los pasajes de las dos empresas de transporte de pasajeros que viajan hacia Capital Federal y compró un boleto para la madrugada siguiente. Pensó que ése era un buen lugar para una chica como ella: una lugareña que fantasea con aventurarse en las grandes ciudades. Hersilia no le ofrecía nada por lo que valiera la pena quedarse; por el contrario, la impulsaba a irse. Allí, la esperaba una existencia patética: se pondría fofa, amasaría fideos, se dejaría crecer el vello en las piernas y atendería críos que, con certeza, serían de distintos padres. De cualquier manera, estaba resuelta: debía –como un asunto de vida o muerte- experimentar un cambio radical y emprender la fuga.   
Llegó a su casa y encontró la escena de siempre: Elvira, su madre, roncaba en el sillón del living, en donde se había quedado dormida la noche anterior. Desde hacía años que esa imagen se repetía como la función de una compañía de circo empobrecida. Valeria no la culpaba por eso – sí la culpaba-, lo que le había ocurrido a Ricardo, su padre,  había sido un hecho fatídico, y cada miembro de la familia lo sobrellevaba como podía.  
Ricardo trabajó desde su juventud en una cooperativa telefónica que cayó en la ruina merced a una ordenanza del intendente, por la que se favoreció a una  multinacional de capital extranjero. Los cooperativistas no pudieron competir en el precio de la tarifa y se vieron obligados a cerrar. Uno de los asociados, Manuel Zabala, le comentó que el encargado de La Bataraza había renunciado y que se buscaba el reemplazo. Ricardo pensó que sería una buena oportunidad para cortar la racha y dedicarse a lo que era su pasión: el campo.
La Bataraza era la estancia de los Ortiz, un latifundio de nueve mil hectáreas en Sunchales, que había sido propiedad del viejo Don Laureano, y que heredó Don Laureano Avelino –el hijo-, y a su término, Don Laureano Lucrecio –el nieto-. El caso es que Don Laureano III, era un borracho pendenciero y para nada respetable, a quien la gente le temía por que tenía dinero en exceso y porque se sabía que andaba en negociados con las autoridades locales. Cuando Ricardo fue a verlo, le pareció que el sujeto tenía más fama de la que se merecía, y encontró amena la charla con él durante el recorrido por la hacienda, infestada de vacunos de engorde. El estanciero era entrador cuando se lo proponía, y como era un viejo zorro, se dio cuenta a simple vista de que tenía enfrente al candidato perfecto para el empleo: un tipo arremetedor e ingenuo. Ortiz le propuso una oferta tentadora, le dijo que le duplicaría el monto de su salario anterior, y que se tomara unos días para pensarlo. Le aconsejó que lo charlara con su señora, ya que desde Sunchales a Hersilia hay casi dos horas de auto, y lo más probable era que volviera a su casa sólo los fines de semana.
Elvira no quiso saber ni jota acerca del ofrecimiento. Le advirtió lo que se decía de Don Laureano: que no era “trigo limpio”, y que algo de cierto habría porque “cuando el río suena, piedras trae”. Se lo explicó de todas las maneras posibles, pero Ricardo era testarudo y no la escuchó. El hombre, que entendía menos de psicología que una vizcacha de ecuaciones algebraicas, pensó que su mujer solapaba sus propios miedos en los comentarios de la gente, que era un asunto de celos u otra estupidez que se pasaría con el correr del tiempo.
Trabajó para Oritíz algo más de un año, cuando empezó a considerar la posibilidad de presentar la renuncia y buscar otra cosa. Hacía bastante que sospechaba que eran ciertos los rumores de que su patrón andaba en manejos turbios con alguien de muy mala calaña, y que había hecho pésimo en desoír las advertencias de su esposa. Por el momento, convendría que Elvira no se enterara de sus planes: para ella sería un disgusto sacrificar el nuevo estatus de freezer lleno y plan de cuotas para cambiar el Fiat Duna. Por fin habían solucionado las urgencias: adiós a los pedidos de comida fiada en los almacenes del pueblo, la ropa zurcida y las cuentas impagas. No era justo que tras un breve momento de tranquilidad, el bienestar se esfumara.
Sin embargo, en el ambiente de La Bataraza había un olor putrefacto. A Don Laureano se lo veía tenso, más nervioso que de lo habitual. Una noche discutió por teléfono con Tito Guzmán, un gordo inescrupuloso que manejaba los prostíbulos de la zona, y otras cuestiones non sanctas. Ortíz se había bebido un Dóm Perignon - y tenía intenciones de descorchar el segundo- cuando recibió la llamada. Hacía rato que el dueño de La Bataraza se trenzaba con el tal Tito por una deuda que el uno imputaba al otro, y por la que ambos se medían como dos gallos de riña. La conversación fue áspera, hubo insultos e intimidaciones:
- Si la plata no aparece rápido, te tiro a una zanja. ¿Éntendiste? - lo amenazó Guzmán. 
Pero Don Laureano no creyó que la sangre llegaría al río y le contestó que “con él nadie se hacía el guapo”. Creyó que Guzmán no tendría agallas para enfrentarse cara a cara con un Ortiz. Se equivocó. Al rato, escuchó el motor de un vehículo que se acercaba al casco. Era la camioneta de Guzmán. El tipo estaba armado y dispuesto a matarlo. Hubo más gritos. Ricardo, que dormía en un modesto chalet cerca de la casa principal, se despertó y salió de inmediato para ver qué ocurría. Entraba al vestíbulo cuando escuchó el primer disparo. Unos segundos más tarde, el otro. Corrió hacia el living, en donde vio a Don Laureano muerto, con un tiro en el tórax y otro en el pulmón. Una tercera bala impactó en su sien, por lo que Ricardo falleció casi en el acto. Lo que siguió fue un escándalo de peritos y fiscales comprados por la gente de Guzmán, dos cuerpos inhumados, una causa penal archivada sin mayores explicaciones y amenazas telefónicas que destrozaron los nervios de una viuda deprimida y en pánico.
            Valeria conserva dos imágenes del velorio de su padre, ambas tan deplorables que las borraría de su cabeza si pudiera acceder a las técnicas del Dr. Mierzwiak, el especialista al que acuden los personajes en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. La primera en eliminar sería la del desfile de chusma - parentela, allegados y conocidos- persignándose al pasar cerca del cajón cerrado y dando el pésame a Elvira al circular hacia la salida. La segunda que, con certeza, quitaría de su memoria es la de su madre atónita, bajo los efectos de un suculento cóctel de ansiolíticos y antidepresivos, sentada en el sillón de cuero verde, ubicado al costado de la sala, del que jamás se volvió a levantar. Valeria lidió durante años con el drama de la muerte de Ricardo, pero la depresión en la que cayó Elvira fue como la gota china: un tormento lento e incisivo.
Con el ticket en la mano no tuvo demasiado que considerar, excepto cuál sería la forma menos dolorosa de decirle a su madre que abandonaría Hersilia. Caminó unas treinta cuadras hasta llegar a su casa, mientras resolvía – no sin culpa- que convendría con Elvira sobre la conveniencia de mudarse a Capital, toda vez que hubiera una razón que lo justificara. Si ese motivo, único y posible, existía era la idea de que estudiara en la universidad. Así fue que le dijo que había comprado un boleto para viajar a Buenos Aires con la esperanza de inscribirse en el ingreso de – lo primero que le vino a la mente- abogacía; y que se había puesto en contacto con su tía Alicia, la hermana de Ricardo, quien la hospedaría en su casa.  
Rubia y corpulenta, de unos cuarenta y pico, la tía más joven de la muchacha, trabajaba como organizadora de eventos para una importante cadena hotelera. Era madre de dos mocosos insufribles de malcriados y esposa de un simpático contador, Mauricio, con quien había comprado una prometedora propiedad en Quilmes. Ahí, todos – excepto ella- tenían la vida organizada: Mauricio atendía a su clientela en un estudio ubicado a la vuelta de su casa y los chicos iban a un colegio que quedaba tan cerca que ni siquiera había que llevarlos en auto. Alicia, en cambio, tenía que atravesar un incómodo trayecto para llegar a su empleo, pero soportaba el trajín cotidiano porque sentía una profunda gratificación en su desarrollo profesional. Sobre todo, porque el ambiente laboral era muy agradable y el hecho de que no tuviera un superior inmediato le daba cierta autonomía para planificar su agenda a piacere. En todo caso, Alicia tenía que rendirle cuentas al gerente general, un tipo demasiado ocupado y con poco interés en descuidar sus tareas para pisarle los talones a una mujer que se desenvolvía con éxito en su trabajo y por la que sentía alguna simpatía.
Tía y sobrina se parecían bastante: una sonrisa espléndida, la cualidad de hacer reír hasta a los muertos, carácter de general y una manerita dulce en el trato. Ambas estaban hechas de - como se dice- “buena madera”, y no tenían nada que les hubiera venido de arriba, sino que se habían hecho a sí mismas a fuerza de aguantar los trapos cuando todo iba de culo, lo cual sucedía con frecuencia. Sin embargo, Valeria era como una parodia de Alicia porque, si bien compartían varios rasgos de personalidad, en Alicia las virtudes y los defectos no eran tan extremos por dos razones: la más obvia era la edad, porque el tiempo lima el carácter como el viento a la roca áspera. La segunda, era la vida misma. “Soldado que huye sirve para otra guerra”, pensaron las dos llegado el momento de decidir entre el pueblo y la ciudad, y una y otra tuvieron el coraje de enfrentar sus propios miedos, que son los fantasmas con los que convivimos a diario. Alicia sabía algo del temor, porque se había licenciado en psicología, y porque se había criado en un ambiente dominado por el genio masculino de tres hermanos mayores, cachorros de bestias capaces de acuchillarse por un pedazo de dulce de batata. Alicia sabía bien lo que era el miedo: convivió con él durante años en esa familia de desquiciados en la que experimentó el darwinismo más crudo. Nunca quiso ser psicóloga, sino que fue a buscar en la teoría una explicación que le sirviera para comprender las causas del comportamiento humano; porque al parecer, los individuos que integraban su estirpe respondían a un patrón caótico, al que la mayoría de las veces, vinculaba con factores genéticos. Ahora, ríe al recordar aquellos tiempos, y cuánto quisiera que las agujas del reloj giraran hacia atrás para ver a sus hermanos luchando con palos y piedras por el último buñuelo. Alicia tuvo una adolescencia forjada a puro instinto de supervivencia; a Valeria le pasó un tsunami por encima. Salvando las diferencias entre un padre y un hermano, las dos habían perdido a Ricardo.
Ese era el tema del que nadie hablaba en casa de Alicia. Menos, en presencia de Valeria. Quizá, porque no sabían qué hacer o qué decir ante tremenda injusticia, o porque no existe un manual introductorio al sufrimiento que describa los pasos a seguir frente a una situación crítica. Lo cierto, es que la chica percibía el silencio como una gran hipocresía, como si todos los habitantes del mundo se hubieran reunido en una mega cumbre internacional con el objeto de convenir que la actitud más apropiada a tomar ante el dolor era pretender que no existía. Tampoco angustia, miseria o infelicidad. Si bien la hipótesis era ridícula, durante muchos años Valeria no encontró otra que diera respuesta a la pregunta de porqué el nombre de Ricardo se había vuelto para los suyos una suerte de palabra impúdica de la que debían cuidarse de pronunciar. 
            Esa situación carrasposa empezó a generar fricción en el trato diario entre tía y sobrina, por lo que Valeria aceleró cuanto pudo la mudanza a la residencia estudiantil en donde vive. Hoy, mantiene una relación excelente con Alicia, y cada vez que pueden almuerzan en un barcito simpático y céntrico, en donde pasan revista de las últimas novedades del Cretino, comparten anécdotas y hablan, con mayor frecuencia de Ricardo. 

miércoles, 31 de julio de 2013

Noche

Deja que la noche sea noche
Y que recorra los senderos
De tus ojos de avellana;
Encuéntrame en la sombra
O en la difusa luz del farol
Que besa su forma plana. 
No voy a rogarte: "Ámame.
Llena el oscuro espacio
Con el blandir del alba",
Porque la noche es azul,
Encenderé sobre tu boca
Un río de palabras
Melancólicas y heridas
Como flores color malva.












martes, 30 de julio de 2013

De la miseria humana

Hemos creado un monstruo
Que cobra vidas por carteras,
Autos, celulares, pulseras,
Zapatillas, relojes, billeteras…
Hemos creado un monstruo
De intensos ojos bermejos,
Humo verde delirante,
Confuso, adictivo, perplejo.
Hemos creado un monstruo,
Un Minotauro postmoderno,
Que se abriga con cartones
Para pasar el invierno;
Que no va a la escuela
Porque no tiene esperanza,
Ni birome, ni cuaderno;
Que se junta en la esquina
De la transa a consumir
Porro, paco o cocaína.
Hemos creado un monstruo,
Sin consciencia del riesgo
Que implica, humanamente,
No ver hacia el costado,
Ni a quién está enfrente;
Que es alto el costo, digo,
De mirar el propio ombligo.
Hemos creado un monstruo
Y no existen fetiches
- Cruces o patas de conejo-
Que nos salven el pellejo
Porque al vernos no lo vemos
Reflejado en el espejo.




domingo, 21 de julio de 2013

Frío

Arde el fuego con más fuego
Y lo apaga el gélido
Rocío invernal, cuando
Las llamas se ahogan, dime:  
¿No sientes un frío infernal?  


jueves, 11 de julio de 2013

Lluvia

Podrá empapar el agua
Las callecitas de la ciudad.
Paraguas, húmedas flores,
Charcos como espejos,
Nubarrones. Habrá
Caprichosas botas
Que a otros pies inviten
Por el centro a chapotear. Quizá,
Chubascos, en esa esquina,
Perlas heladas caerán.
En los cristales, en las veredas,
Sobre los bares de Buenos Aires
Diluviará. Pero, tú sabes
Que como aquella
Ninguna lluvia nos mojará

martes, 25 de junio de 2013

Ser gusano, en otra vida

Porque es tu boca
La manzana roja
De la lujuria,
La dulce fruta
Prohibida, a Dios,
Con fervor, rezo:
" Apártala, Señor";
Sabe el Creador,
Qué una mordida
Bastaría; bien que 
Por ese pecado
La eternidad
Perecería.
Así, al suplicio
De cada noche
Vuelve mi alma
A su plegaria,
Entristecida:
"Aleja, Señor,
De mis labios esa
Fruta enrojecida
Y concédeme, Dios
Mío, ser gusano
En otra vida".  

Amor eterno, el de los difuntos

¿Qué será de aquellos
Dos?, Me pregunto. ¿Si
En el purgatorio o
O en el cielo, andarán, 
Los difuntos? ¿O, acaso,
En el infierno arderán
Sus cuerpos juntos?
¿Cuál de ellos habrá
Muerto primero, la
Amante, sin alcurnia,
O el ilustre caballero?
!Y cuánto se habrán
Querido, en la vida, y
Extrañado, para vivir
La muerte entera
Como helados 
De enamorados!
¿Y cómo fue que
La amante, indiscreta,
Fue finada en la
Bóveda familiar
De la Recoleta?
Qué alguien explique
La trastada:
¿Por qué no fue  
Cremada la mujer
Desacertada?
Y si es cierto que
La propia legítima,
No la pudo exhumar,
Y que a ella
En otro nicho,
La tuvieron que
Enterrar. ¡Que se
Vuelven a doblar
Las campanas del Pilar
Sobre las viejas
Paquetas del lugar,
Y que se oyen
Las indignaciones
De varias generaciones
De ánimas que
Se indisponen,
Nomás, de ver,
Pegaditos los cajones!

miércoles, 19 de junio de 2013

A mi madre

Porque tú eres, madre,
El océano y a ti
Dicen que me parezco,
Puede que, quizá, yo sea
El árido acantilado
Que la tempestad golpea.
O, también, puede que sea
La sal que riega las costas
Cuando baja la marea.

viernes, 14 de junio de 2013

A Tita

En otoño nació una flor,
Risueña y celosa.
- ¿Es, acaso, una rosa?
-No. Es la flor más graciosa
De blancos pétalos
Que habita en mi jardín
- ¿Es, entonces, un jazmín?
- No. Es una flor silvestre,
Hija de una margarita.
- Ya lo sé. ¿Es el loto?
-  No. Es aún más bonita.
 - ¿Sé su nombre? ¿La conozco?
- Tal vez. Le dicen Tita.