martes, 9 de abril de 2024

El tesoro de Benítez

- Ella tenía un amante. Lo intuí desde el primer momento. Al principio me dije que eran divagaciones mías, que los fantasmas que me atormentaban no eran otra cosa que mis propias inseguridades. Mi obsesión por la mujer con la que estuve casado 15 años, mis ansias desproporcionadas y el profético pavor de que me abandonara, de que una tarde hiciera las valijas y sin explicaciones huyera con otro. El triste y común desenlace al que le  teme cualquier esposo que es devoto, cualquier hombre profundamente enamorado. 

- Pero no fue así. 

- No. En parte, no. 

- ¿Qué pasó, entonces? 

- No lo sé. Fue todo muy confuso. 

- ¿Sabe quién es?

- ¿El otro tipo? Sí. 

- Dígame. 

- Eso no importa. Lo importante es lo que pasó.

- Lo importante es a dónde está. ¿Usted lo sabe?

- Está enterrada como un tesoro. 

- ¿Dónde, Benítez? ¿Usted la enterró?

El guardia abre la puerta de hierro. 

- Se acabó el tiempo - dice. 

- Estamos terminando - replico.

- Ya pasaron cinco minutos. No tiene más tiempo. Por favor, firme el acta y salga.  

- Abogado - Benítez se despide, intentando un torpe apretón de manos con las esposas puestas.  

- Hasta el martes, Benítez. 

Apoyo el papel sobre el escritorio de madera oscura y maciza, y firmo debajo de mi nombre. Abogado interviniente: Dr. Pablo Espina. Hago un garabato sobre la inscripción. Luego, me dirijo hacia el sempiterno pasillo que comunica la sala de interrogatorios con la oficina que antecede a la salida del penal. El aire se siente denso en Olmos. A un lado y al otro se filtran gritos, insultos, golpes, estruendos metálicos, chicharras, pero no se puede ver más que dos paredes descascaradas por la humedad.  

La mañana del martes se asoma tras los barrotes amurados delante de un pequeño ventiluz que está colocado en la esquina superior izquierda de la sala. En el servicio penitenciario de La Plata, la mañana se siente mucho más fría, helada. El patio del penal está lleno de escarcha.

- ¿Cómo está? ¿Pudo dormir?

Benítez piensa unos segundos, hace una breve pausa y responde. 

- Algo. La ansiedad me está matando. 

- Entiendo, le traje unos libros. Algunos clásicos, algo de Poe, Kafka, lo usual. ¿Usted es creyente? No sabía si traerle la Biblia o no. 

- Sí, soy. ¿Podría comprarme tabaco? Lo que más me urge es fumar. Me preocupan demasiado mis perros. ¿Alguien les da de comer? ¿Los llevaron a una perrera? 

- No, supongo que estará haciéndose cargo alguna vecina. El juzgado resolverá qué hacer con ellos. Le averiguo quién los alimenta. Mire, este proceso va a ser difícil. Puedo traerle un par de atados, sí.

- Se lo agradezco. Son infinitas las horas en la celda, y en el patio no se consiguen cigarrillos. Ya lo intenté, incluso con tres carceleros y nada.   

- A cambio de algo. Necesitamos que coopere, usted y yo. Hoy nos dieron 20 minutos. Tiene que hablar, Benítez. ¿Dónde está el cuerpo de su mujer?

- Ya le dije. Le di cristiana sepultura. 

El guardia va y viene por el pasillo. Se oyen sus pasos detrás de la puerta. 

- ¡Privacidad, por favor! ¡Necesito dialogar a solas con mi cliente! - le grito. 

El tipo refunfuña y se aleja. 

- ¿Dónde estábamos?  

- Usted dirá. 

- Mire, Benítez, si no colabora se las va a tener que arreglar con un defensor oficial. Se lo advierto. Me da algo sustancioso hoy o no me ve más. ¿Me entiende? A usted se lo acusa de homicidio. ¿Le parece joda eso?  ¿Dónde está el cuerpo? ¿Dónde lo enterró? ¿¡Dónde!?

Me exaspero, elevo el volumen, me irrito. El gran reloj circular colgado al centro de la pared a mi derecha descuenta cada segundo. Las piernas de Benítez se agitan y marcan un ritmo nervioso al chocar la suela de goma de sus zapatos contra el piso de cemento. Está inquieto. 

Se acaricia la barbilla repetitivamente. Tiene las manos gruesas como un ancho de bastos, la boca levemente fruncida hacia abajo -como la Gioconda, pero al revés -. La barba semicanosa apenas crecida. La frente amplia: una avenida que se interconecta con dos túneles que conducen a una pronunciada calvicie. El pelo que le queda por debajo de la coronilla es castaño. 

Me mira fijo, pero no habla. Sus ojos parecen un impenetrable pantano cubierto de moho, un enigma. Podría haber sido un tipo fornido hace algunos años. Ya no. Ahora tiene los hombros vencidos como dos colgajos y un abultado abdomen que precede a la espalda, siempre inclinada hacia adelante. 

Luego de la pausa, retoma el aliento: 

- Cuando lo supe me sentí morir. El alma se me fue toda del cuerpo. Fueron 15 años de entrega total, de pasión desmedida, de admiración, de éxtasis, de goce celestial. Ella era mi amada, mi locura, mi corazón. Durante nuestro matrimonio sólo quise complacerla. Me hice, por voluntad propia, su ciervo, su lacayo. ¿Cómo no iba a enterrar a mi reina? -Llora, se angustia, respira para calmarse y sigue - Hoy lo veo más claro. En las noches apenas duermo, con suerte puedo conciliar el sueño por dos o tres horas. Tengo pesadillas. Despierto a los gritos. Me quedo mirando el techo hasta que amanece. A esa hora se me aparece su rostro. ¡Qué injusticia, Dios mío! ¿Cómo pudo? 

- No lo sé. Son cosas que pasan. Las mujeres son impredecibles. ¿Usted la vio? ¿Cómo lo supo? 

- Fue ese día. 

- ¿Cuál?

- El día que la enterré. 

- Cuénteme, ¿qué recuerda?

- No tanto. Llegué del trabajo a eso de las tres. Temprano. Entré a casa. Las persianas del living estaban cerradas. Los perros ladraban con insistencia. La radio encendida sobre el vajillero del comedor. Una pieza de jazz, creo. Fui hasta la cocina. Había un par de platos sucios, ollas. Salí al jardín. Dos de los pitbull se estaban trenzando. Les tiré un baldazo de agua. Cuando se ponen rabiosos, se muerden hasta lastimarse. Mejor pararlos en seco. Pasé de nuevo por la cocina. Me dirigí al dormitorio. La encontré en la cama tendida boca abajo. Estaba desnuda con el torso descubierto. 

- ¿Había fallecido?

- No. 

- Siga. 

- Intenté despertarla. No pude. Parecía inconsciente. La tomé de los brazos para girarla. Un peso muerto. La cabeza se le inclinaba hacia atrás o hacia los costados, según la moviera. Le quité las sábanas. Observé que no tuviera algún tipo de lesión. Parecía que nadie la había forzado pero emanaba de su vientre un penetrante olor a sexo. 

- ¿Olor a sexo? 

- Sí, a semen. Toqué, casi rozando, sus partes íntimas. Sobre el monte de Venus y en la entrepierna, un líquido viscoso, pegajoso. Tuve náuseas, quise vomitar. 

- Entonces, ¿usted luego de presenciar el supuesto postcoito, entró en un cólera bestial y la mató, y luego la enterró? - Apresuro a concluir. 

- No. No fue eso lo que pasó. 

- Entonces, ¿por qué no dice dónde está y nos dejamos de jugar a las adivinanzas? 

La pesada puerta de hierro se abre. El guardia es un tipo corpulento, no muy alto. Con suerte pasa el metro setenta y cinco. Creo que es de Misiones o de Formosa. Tiene un acento que no es de acá. Es un hombre tenso, de expresión adusta, de piel curtida, de ojos oscuros y fieros.  

- Doctor, es la hora. Tiene que firmar y retirarse.

- Ya salgo - le advierto para que no se impaciente. 

Tomo mi atelier con un montón de papeles para presentar en la mesa de entrada del juzgado de turno. Delincuentes comunes, algún violador que otro, algún cadáver, lo usual. Antes de irme, le digo:

- Benítez, recuerde que el juez solicita que lo evalúe un equipo de peritos psiquiatras para determinar si está usted hábil antes de fijar una fecha para la elevar la causa a juicio. Lo mantengo informado. Hasta luego. 

Camino por el descascarado pasillo que conduce a la oficina que antecede a la salida del penal. El guardia va adelante mío. Lleva el uniforme diario: pantalón gris y campera de nylon con el escudo celeste del servicio penitenciario bordado debajo del hombro izquierdo. Tiene los botines marrones desgastados, sobre todo en las puntas. Con una expresión, que es mezcla de resentimiento y haztío, se da vuelta y me dice:   

- Es un tipo raro. 

No respondo. No puedo hablar de mis clientes. 

Acomodo el saco en el asiento trasero del auto. Abro la guantera para buscar un casette. Me decido por Pescado Rabioso. La cinta está empezada. Va por la mitad del lado B. "Y así verás lo triste y dulce que es vivir", desafino. La autopista está vacía. Paso por el despacho para retirar unos papeles antes de ir a casa. El microcentro es un caos, como de costrumbre. 

Llego pasadas las ocho. Los desagradables sonidos que provienen de la avenida invaden el comedor. Se cuelan a través del enorme ventanal desde donde se ve iluminada la noche de Retiro. La efervescencia de las vacaciones de invierno hace latir una Buenos Aires vertiginosa. El edificio es antiguo, amplio. El departamento es un octavo de paredes anchas, y sin embargo, las bocinas, las sirenas, los colectivos que frenan en cada esquina. Los ruidos interrumpen cualquier postal, cualquier paz. 

- No paro de pensar en Benítez. Lo ví dos veces esta semana. Pocos avances. ¿Por qué no habla este hijo de puta? El psiquiatra a cargo del peritaje es Frömann. Parece un chiste - hago una mueca, una sonrisa mal lograda. Laura me escucha atenta durante la cena- ¿Los chicos, bien? - cambio de tema. Son casi las nueve y no sé ni a dónde están mis hijos. 

- Sí, están en lo de mamá. ¿Te acordás que se quedan a pasar la noche ahí? 

- No, disculpame. Tengo la cabeza en cualquier lado. 

- ¿Quién es Frömann? 

- Es el psiquiatra experto en criminología designado a cargo del peritaje en el caso Benítez. Es un pelotudo. Una eminencia, pero un soberbio. 

- Bueno, al menos van avanzando. Esas son buenas noticias, ¿no? ¿Por qué es un pelotudo?

- Sí, no sé cuánto se está adelantando. Con el tipo tuve un altercado fuerte hace un par de años. Me dijo que era un insolente porque pedí revisión de parte de varios de sus informes. Ya me había tragado un par de sapos, ya era un profesional de cierto renombre y este imbécil me fue a mojar la oreja. Me encaró entrando a Tribunales como si yo fuera un meritorio que está comiéndose los mocos, cosiendo expedientes en un archivo. Casi terminamos a las trompadas. 

- ¿Y cómo sigue esto ahora?

- Serán dos sesiones. A lo sumo tres. Le van a hacer entrevistas, las van a grabar. Lo habitual, desde el test de Rorschach en adelante. En fin, veremos qué pasa mañana en la audiencia con el fiscal. Gracias por los canelones, estaban exquisitos. Me voy a dormir, no doy más. - Me levanto, le doy un beso en la frente. Llego al cuarto, no sé cómo, me quito la ropa y me acuesto. No duermo. Al igual que Benítez, me quedo mirando el techo. 

- Pablo te quedaste frito- La voz de Laura me despierta. 

- ¡No jodas! ¡La audiencia! - me froto los ojos, me quito las lagañas- ¿Qué hora es? 

- Las ocho y media. 

-  Anoche me desvelé. Recién me dormí como a las cuatro de la mañana. 

Laura va a la cocina a prepararme un café. Me visto rápido. El traje del día anterior, una camisa planchada del placard, medias, los mocasines negros de cuero, un cinturón negro cualquiera. Con el nudo de la corbata a medio armar, me dirijo hacia el palier.  

- Si tomo el café no llego, amor. Desayuno después en el bar del gallego. ¡Gracias! - Grito con la puerta entreabierta mientras llamo al ascensor y cierro. 

Son las once. La audiencia con la fiscal duró casi dos horas. El cielo está oscuro, renegrido. La lluvia revienta furiosa contra el asfalto. Una mañana de truenos, chaparrones. La autopista de La Plata está colapsada por una procesión de autos que no se mueve. Un accidente a la altura de la República de los Niños anuncia un locutor desde la emisora. Siempre colapsa en vacaciones de invierno, pienso. Voy a llegar dos horas tarde.

- Se están acercando, Benítez. Me dijeron que tienen un testigo. Un tal Cárregas, un obrero portuario que asegura que vio a un hombre de sus características enterrar un bulto de proporciones semejantes a las de un cuerpo humano la madrugada del 4 de mayo en la costa del Paraná, cerca de Rosario. ¿Era usted? El fiscal es un sabueso viejo. La va a encontrar. Si los forenses determinan que usted estuvo involucrado, nos van a reventar. Van a pedir que la carátula sea homicidio agravado por el vínculo, seguido de sustracción del cuerpo. Sumando la presión de la opinión pública, es perpetua más quince. ¿Escucha lo que le digo?, ¡Lo van a procesar con cuarenta años de reclusión! Es mejor que hable conmigo, Benítez. 

Me mira con furia. El guardia se asoma. Esta ronco, como si se le hubiese ido la mano con el tinto anoche: 

- En 15 minutos, Doctor.  

- Gracias - le digo al sujeto que me habla detrás de la puerta de hierro.  

- No sé de qué 4 de mayo ni de qué Rosario habla - me increpa Benítez- ¡Usted cree que yo la maté y ya le dije que no!

- ¿Por qué la oculta? 

- Para preservarla. 

- ¿De qué? 

 - Hace una pausa - ¿Usted es casado? 

- Sí. 

- ¿Ama a su mujer?

- También. 

- Entonces, entiende. 

- No. Explíquese, por favor. 

- Un esposo ferviente, que ama con un afecto visceral que le sale como fuego desde las entrañas es capaz de cualquier cosa. Incluso, de perdonar. ¿Para qué quieren exhumarla? 

- Para que la verdad salga a la luz. 

- Esta muerta. Esa es la única verdad. ¿Qué más quieren saber? 

- Cómo murió. ¿No anhela, usted, que se haga justicia? 

- No me hable de justicia. La Justicia es una virtud que muy pocos poseen. Quieren que su cuerpo sea profanado, hurgarle la vagina durante horas en la camilla de la morgue, filtrar fotos a la prensa, ver su cara putrefacta en la tapa de los policiales. ¡Me dan asco! - lanza con bronca un escupitajo al suelo- ¡No!  Yo no voy a engordarles el morbo. Está muerta. ¡Y a los muertos se los respeta, carajo! - la voz se le quiebra. 

El guardia anuncia que se acabó el tiempo. La misma dinámica: me despido, firmo el acta y camino hacia la salida del penal. Regreso al estudio. Antes de subir al despacho, paso por el bar del Gallego que está en la esquina. 

Estoy famélico, Pepe. Traeme un sándwich de milanesa y una Coca, por favor.

Como sentado en la barra. Mastico, trago, ojeo el diario.  

- Un negro salió campeón en Wimbledon. No me sorprende, siempre fueron superiores. ¿Me traés la cuenta, Gallego? Me rajo.   

- Doctor, lo llamaron de Paraná. Parece que hay novedades - me comunica el secretario - Ah, también llamaron de Alsina, varias veces. Está visto que los muchachos nos quieren poner a laburar hoy- dice con un tono medio jocoso -.  

¿Ah, pero mirá qué simpático que estás hoy, Salerno? Andate hasta Paraná y pedí que te pasen un memo. Después pasá por Alsina, debe estar el resultado de la primera pericia. Haceme el favor, ida y vuelta pata pata. Me quiero ir a casa temprano. Anoche prácticamente no dormí.

Tomo el café doble que tenía pendiente desde la mañana, pero en lugar del espumoso y rico del Gallego, me conformo con una taza de lo que queda de en el fondo del termo. Lo que bebo, mientras le pego un tubazo a Laura, es una mezcla de petróleo y jugo de caucho.  

- Hola - contesta del otro lado de la línea. 

- Lau, soy yo. Llego más o menos en una hora. ¿Paso por el almacén o tenés todo cocinado? 

- Hoy cenamos en lo de mamá. ¿Te acordás? Quedamos en que buscábamos a los chicos y nos quedábamos a comer ahí.  

¡Cierto! - La cara se me transfigura. Lo único que me falta es terminar la jornada en lo de mi suegra. ¡Tengo unas ganas de llegar a casa que no puedo más! - ¿Y si lo dejamos para mañana? - sugiero con un ápice de esperanza. 

- Imposible. Los jueves tiene torneo de bridge. No sé puede quedar con los chicos. Además, no la vamos a plantar. Conocíendola, nos espera con el peceto adobado en el horno y la mesa puesta - ríe. 

- Ok, un beso - digo con resignación y cuelgo.   

El último sorbo ya está medio tibio. Salerno llega con la frente transpirada y la camisa húmeda debajo de las axilas como si hubiera corrido una maratón. Deja dos carpetas de tapa blanda sobre la mesa. Ambas están rotuladas a máquina como "Caso Benítez". Las guardo en el maletín. "Ci a domani gente", saludo. "Hasta mañana, Doctor". Salerno y el pibe nuevo se despiden al unísono en una suerte de coro desanimado y monódico como un canto gregoriano.  

 











domingo, 7 de abril de 2024

El mosquito

El cuerpo de esta mujer, las piernas de esta mujer, su cuello, sus manos. El cuerpo de esta mujer, sus brazos. Ella respira plácida en la noche. Su rostro descubierto es fresco y sus labios huelen a vida, huelen a sangre. Yo la visito en sus sueños. Danzo en su honor y la celebro. Beso sus sábanas, cada hilo que roza su tibio vientre. La deseo, la quiero. Ella puede sentirme como una epifanía y yo me enredo en sus dedos que vibran entrelazados como las sogas que redoblan las campanas en el cielo de los santos. La venero, la adoro. Es la casta novia que camina hacia el altar, es el sacrificio de una mártir, la hermosa virgen, la gloria. Yo bato mis alas de ángel en su habitación, bailo en silencio, giro sobre su lecho y la rondo incansable, lleno de ansias. El cuerpo de esta mujer será por mí profanado. Es un banquete, el festín que voy a obsequiarme en esta cena nupcial. Es, apenas, el néctar de una flor que empalidece. Una promesa en la víspera. Descenderé, entonces, sobre su pecho profundo y abriré un surco con mi daga. Ella encenderá una lámpara al escuchar mi serenata como el zumbido de mi amor sobrevolando en sus oídos.