Dicen que “Nadie
muere en la víspera”. Pero, ¿quién podría afirmar que ésa era la hora
estipulada para ella? Deben saber que cuando digo “ella” me refiero a un
demonio encarnado en el cuerpo de una mujer, porque sólo una criatura infernal
es capaz de tanta malicia como para despertar admiración. El tema del que
quiero hablarles, amigos, no es una cuestión menor, dado que se trata de la
vida y de la muerte, y de la liviandad con la que ella se tomaba el asunto.
Para que comprendan, les explicaré en detalle lo que pasó: ella – confesaré que
me obligaba a llamarla Madame Yvonnette– tenía una diversión bastante macabra y
una imaginación frondosa, por lo que se le ocurrían todo tipo de perversiones
y elementos variados para llevarlas a
práctica.
Tenía gustos
excéntricos, era aficionada a conductas sexuales malsanas –morbosas, para ser
exacto–. Por ejemplo, una vez me pidió que me pusiera un camisón de su difunta
madre y que le diera unas fuertes nalgadas. En otra oportunidad, me suplicó que la
atara de pies y manos con unos alambres que había hurtado de una casa en construcción. A menudo, me inducía a forzarla, le excitaba que hubiera cierta
dosis de violencia en el acto sexual. Creo que encontraba placer en el
sometimiento, como si ese juego invirtiera –
aunque de modo ficticio– la relación de poder. Sepan que no revelo éstas
intimidades porque considere significativas sus preferencias a la hora del
coito, sino para ilustrar que Yvonnette Denoir elucubraba ideas retorcidas y
que por lo tanto, tenía comportamientos tortuosos.
Nos conocimos hace
más de veinte años a la salida de una función en el Cosmos, cuando los dos
vivíamos en la zona de Congreso. Recuerdo que fue en invierno porque
faltaban pocos días para mi cumpleaños, y ésa noche hacía tanto frío como puede
hacer en Buenos Aires en pleno julio. El asunto es que fuimos a ver
–cada uno por su lado – un film tipo documental sobre una salita clandestina en
donde se practicaban abortos. La película se había rodado con escaso
presupuesto, tenía escenas muy bien logradas y una estética bastante original,
con planos cortos y coloridos; una propuesta transgresora basada en una trama psicológica que me mantuvo inquieto de principio a fin. Les sugiero que la busquen en alguna videoteca por
el nombre del director, un tipo de apellido vasco, un tal Lander Etchabarri, y que la incorporen a su antología de clásicos.
Aunque mi afecto
por el cine me incline a abordar el tema de la ficción, me concentraré en relatar la historia de la que fui protagonista: salí conmocionado de aquella
sala, encendí un cigarrillo y empecé a fumarlo despacio, mientras repasaba – en
mi cabeza– las primeras líneas de la que sería mi ópera prima. En ese momento,
me iniciaba como crítico en Manifiesto Celuloide, una revista especializada
para cinéfilos que salió del circuito del under en los ochentas y llegó a tener más de nueve mil suscriptores
en la década siguiente. Ahora continúa editándose en versión digital
como una publicación “de culto” para suscriptores aficionados.
La cuestión es que
en esa época, me sentía atraído por el ecléctico universo del indie y me
entusiasmaba escribir sobre las que habían sido – a mi criterio– las mejores
obras del cine independiente. El comentario acerca del largometraje en
cartelera era la excusa, el puntapié para introducir el verdadero tema del
artículo, con el que estaba fascinado.
Esa noche Madame Yvonnette y yo iniciamos un diálogo pasajero, estúpido, un sinsentido, que ahora se volvió una imagen plena, insomne, vívida: ella tenía un tapado de paño gris hasta las rodillas, una bufanda roja – su color preferido– y un gorro ruso de piel de conejo, el pelo rubio y ondulado, los ojos oscuros, la tez blanca. Imagínenla, delante de un afiche del que parecía haberse escapado, con un paquete de Le Mans en la mano derecha y un indiscutible parecido a Catherine Deneuve. Notó que la observaba y se acercó para pedirme fuego:
Esa noche Madame Yvonnette y yo iniciamos un diálogo pasajero, estúpido, un sinsentido, que ahora se volvió una imagen plena, insomne, vívida: ella tenía un tapado de paño gris hasta las rodillas, una bufanda roja – su color preferido– y un gorro ruso de piel de conejo, el pelo rubio y ondulado, los ojos oscuros, la tez blanca. Imagínenla, delante de un afiche del que parecía haberse escapado, con un paquete de Le Mans en la mano derecha y un indiscutible parecido a Catherine Deneuve. Notó que la observaba y se acercó para pedirme fuego:
— Avez-vous un
briquet? — Me preguntó con voz suave, casi un ronroneo.
— Oui, madame. Ici
il a — Le contesté con un francés tímido. Todavía no había comenzado a tomar
clases del idioma y había adquirido el rudimentario dominio que tenía sobre esa lengua –como muchas otras cosas en la vida – gracias al séptimo arte.
— Merci. Avez-vous aimé le film?
— Oui, mais je ne parle
pas français.
— Je comprends. Au
revoir. — Se despidió mientras echaba el humo por la boca sensual y carnosa.
Encendí otro cigarrillo y caminé
hacia mi departamento – a unas veinte cuadras del lugar–, al tiempo que
meditaba sobre la nota que redactaría y la manera más elocuente de presentársela a mi editor. Llegué al edificio, abrí la antigua puerta de hierro, subí por
las escaleras hasta el primer piso – en donde vivía– y escuché el ladrido de
Dziga, un terrier ruso que me había regalado mi madre hacía cuatro años. Estaba
cansado, me quité los zapatos y con una copa de coñac me senté a
mecanografiar. Por esos días, pasaba largas horas junto a dos compañeros
entrañables: mi perro y mi noble Remington,
una máquina de escribir a la que atribuyo un enorme contenido simbólico; por lo
que no podría materializar éstas palabras, que ustedes leen, mediante ningún
otro artilugio.
Al día siguiente
me dirigí a la redacción con el convencimiento de que el artículo sería un
suceso. Me equivoqué. El editor me destrozó. Dijo que el material ni siquiera
era publicable, que tenía vicios severos y pasajes poco claros. En síntesis, dijo que debía rehacerlo. Me fui de la oficina con la moral por el piso y con
una extraña melancolía por una novia que me había dejado hacía bastante tiempo,
antes de que mi madre me obsequiara a Dziga y mucho antes de que me apasionara el cine experimental de Vértov y su teoría del Cine-ojo.
Tomé el
subte de vuelta a casa. Estaba en la segunda estación – eran cuatro en total–
cuando ingresó al vagón una mujer que llamó mi atención aún más que la femme du
cinéma. Pensé que había encontrado a la sosias de la francesa; pues, había una
semejanza extraordinaria entre ambas, aunque con una diferencia notoria en el
look: la segunda llevaba la melena castaña con corte carré, el flequillo lacio
y tupido – igual que la crin de una yegua–, tenía jeans ajustados, una campera
de cuero negro con las hombreras pronunciadas y una cartera estampada en una tela que
reproducía Las latas de Sopa Campbell. La diferencia de estilo – el uno,
conservador y femenino; el otro, moderno y varonil– logró confundirme. No
obstante, la memoria visual es un arma que nunca me falla, por lo que en
contadas excepciones olvido un rostro. Por segunda vez, estaba frente a
Yvonnette Denoir.
— Qui se passe AVEC VOUS, monsieur? Vous n´allez pas dire bonjour? – La traducción literal es «¿Qué
le pasa, señor?, ¿No va a saludarme?». Aunque, por su entonación me hizo
entrever una oración del tipo de: «¿Vas a seguir mirandome con esa cara de
marmota?»
Dio una carcajada
algo áspera y poco delicada que sonó como un ronquido. Luego, retomó la
compostura para convertirme – de nuevo– en su objeto de burla: me sugirió que
tomara lecciones de francés si planeaba frecuentarla en lugares de acceso
público y otras cosas de las que perdí el registro ante el desconcierto que me
produjo oírla en su español nativo. Esa fue la tercera ocasión en la que
Yvonnettee Denoir me hizo sentir un soberano idiota. La tercera, por lo que – apreciarán– hubo una cuarta, una quinta, una número
mil; y a medida en que los encuentros se reiteraron, aquella manerita
lozana con la que a mí se refería, llegó a irritarme tanto que mi ego, enfermo
como un paciente con quemaduras de tercer grado, agonizó a causa de un deseo
punzante y febril.
Permanecí callado algunos instantes. Quizá, porque la elocuencia es una cualidad que me
abandona más a menudo de lo que quisiera o porque la cobardía es una
característica que siempre – o casi siempre– me acompaña. Recuerdo que quedé
preso en un único pensamiento: descubrir cuál de las dos adaptaciones de
Madame Yvonnette sería más fiel al original, y si habría otras versiones que se
anunciarían en la marquesina de mi vida, como remakes de un clásico. Se levantó
del asiento y me informó que debía bajarse en la próxima parada, que también era
la mía. Caminamos en silencio hasta que a la salida del metro me armé de
coraje:
— ¿Qué le parece si
tomamos un café? Pensará que soy un atrevido, pero en vistas de que mi jornada
laboral ha sido un fracaso y de que usted se ha mofado a mis costillas durante
los últimos minutos, contribuyendo sobremanera a que mi existencia sea aún más
miserable, considero justo que resarza el daño y me devuelva un poco de dicha,
acompañándome con un café – Respiré hondo– ¿Qué me contesta?
Accedió. No porque estuviera
interesada en mí – o en mi esmero por ganar su simpatía–. Asintió porque era la
clase de mujer que no tiene demasiadas amistades. Así era Yvonnette Denoir: una
realista innata, con una connatural desconfianza a la humanidad y un particular
resquemor al género femenino. Durante los meses en los que nos mantuvimos en
contacto, sólo la escuché mencionar a una única amiga, Elisa Planchadel, a
quien nunca tuve el agrado de conocer en persona. No obstante, Madame Yvonnette
tenía una profunda necesidad – quizá, la misma que yo– de conectarse con un ser
en el mundo. Creo que fue lo que sucedió en aquel bar, en donde charlamos
acerca de una infinidad de tópicos, clichés, lugares comunes: cine, música,
pintura, fotografía, literatura. El día cedió paso a la tarde, y el café al
brandy. Me reveló que habían pasado varios hombres por su vida y que se había
casado con uno del que se había enamorado y a quien vio morir poco después de
la boda, fulminado por un cáncer de pulmón – que hizo metástasis en el cerebro–.
También, me confesó que era la amante de un tipo, casi treinta años mayor que
ella. El hombre, que era dueño de una cadena hotelera, le había comprado una
propiedad en Barrio Parque gracias a la cual cobraba una cuantiosa renta, por
lo que podía abocarse a desarrollar su arte: la fotografía. Esa tarde, me
explicó que el sujeto en cuestión había tenido un affair con su madre, lo que
en verdad había resultado una relación extramatrimonial sostenida durante años,
dato que me sinceró al tiempo de aquella
charla, cuando mi adoración por ella era ciega y su posesión sobre mí radical.
No la juzgo por eso. En cuanto a mí concierne, dudo que pueda perdonar que me
haya condenado a éste silencio, abstención que me corroe con el desenfreno de
una rata que mastica la carne que arrancó de algún hueso.
Nos fuimos del bar
cuando la calle estaba a oscuras y me dio la impresión de que la bebida le
había surtido un efecto poco propicio – estaba ebria–, ya que hacía alharacas
de cuanta estupidez yo pronunciaba. Me resultó maravilloso ese momento; pues,
la mujer reunía una combinación explosiva de atributos: era desmedida,
deslenguada, deslumbrante… despampanante. Era Eva, la manzana y la serpiente, y las avenidas porteñas, una adaptación postmoderna del Jardín del Edén. La tomé
del brazo para cruzar de vereda, en un gesto simple que evidenció la tentación
de volverla mía. Se soltó.
– Je ne veux pas qu'ils me voient avec vous.
Me advirtió que no me
equivocara, que no quería que nos vieran juntos, o algo que apenas logré comprender.
Hallé de lo más
snob que expresara su desapruebo, con la frialdad y la pericia de un sicario,
en un idioma que me era ajeno. No se lo dije, como todas las cosas que callé
mientras estuvimos juntos, un poco por abnegación, y otro poco, porque no le
hubiera importado. Con seguridad, de todos los vicios que ella adquirió - en su
corta vida-, el hecho de que sólo me expresara su desagrado en francés me resultaba
el más detestable. Lo hacía adrede, para insultarme, para que no pudiera defenderme, porque ella
recurría al conocimiento con la misma finalidad que los pueblos conquistadores
se sirvieron de la pólvora. Subrayo – disculpen la pedantería– que empleo el
término “conquistadores” y no “invasores”, porque la invasión se logra a través
del uso de la fuerza; en cambio, el concepto de conquista implica el aditivo de
ganar la voluntad, terreno en el que Madame Yvonnette era especialista.
No omití palabra
en lo que quedó de camino, y debió percibir mi enfado, porque al arribar a su
apartamento me invitó a subir. "Ha hecho usted una maniobra
brillante”, pensé. Al ingresar se quitó la ropa. Todo. Completo. Rápido. Esa noche fui poeta, físico, astrónomo, y me convertí en
un estudioso de los movimientos, de la gravitación de los cuerpos, un conocedor
de los ejes, de los prismas, del tiempo, la nada, la yuxtaposición, el eclipse.
Las yemas de sus dedos por mi espalda, sus pezones en mi boca, la lengua tersa,
los dientes… Y esa mirada desafiante presagiando el placer, el dolor, el
latido.
Observé que en su
habitación había más de una docena de pelucas de diversos colores, largos,
texturas y peinados. Algunas, por cierto, eran de lo más disparatadas y todas
estaban colocadas en maniquís de peluquería que se enfilaban – igual que adolescentes al ingreso de un recital–, sobre
una larga y angosta cómoda de madera, arriba de la cual reposaba un espejo.
Como sea, creo que estoy dando vueltas con tantos pormenores. Sepan disculpar.
Iré directo al grano.
Al inicio de este
relato, queridos lectores, los hice partícipes de las confidencias más oscuras
de ésta historia y les anticipé que Madame Yvonnette dio inicio a un
divertimento macabro, a un pasatiempo nefasto, que acarreó severas consecuencias
para ambos y que consistió en resignificar el acto sexual asociándolo a otra
pulsión mucho más inconsciente: la aniquilación del yo. Entiendan que pretendo
ser lo más taxativo posible y que al decir "aniquilación del yo" no
busco apelar a discusiones pasadas de moda sobre la pérdida o la recuperación
del ego mediante la copulación; así como tampoco procuro evocar imágenes
poéticas mediante metáforas u otros recursos literarios, sino que la finalidad
de éstas oraciones es que comprendan el por qué de mi perturbación. Aclarado esto,
intentaré – con el mayor grado de fidelidad posible– reconstruir el ominoso
diálogo que tuvimos aquella noche, y que se reiteró, como un regodeo, tras cada
relación sexual:
— Si tuvieras que
elegir entre todas las maneras posibles de quitarte la vida, ¿cuál sería?
— ¿Por qué habría de
quitarme la vida?
— Porque es la
consigna.
— Optaría por
aquella que me garantizara mejores resultados. No hay nada más patético que un
suicida que fracasa debido a su torpeza o por imprecisiones de cálculo.
— Es cierto, pero
¿cuál de todas las posibilidades te parece la mejor?
— ¿Cuántas se te
ocurren?
— Muchas.
— ¿Por ejemplo?
— Saltar de un
edificio.
— Vivvís en un
segundo piso y yo en el primero. No tendríamos éxito.
— Me lanzaría desde
el último.
— Podrían verte los
vecinos y llamar a la policía. Algo bochornoso. ¿Cuál sería el propósito de
quitarme la vida?
— Dejar de existir.
— Ok. Me arrojaría a
las vías del tren.
— ¿Y joderle la vida
al resto de los pasajeros? No, gracias. Además, sé de casos en los que han
sobrevivido con piernas y brazos mutilados.
— Es verdad… Mejor,
me tiraría de un muelle con una roca encadenada al pie.
— Por supuesto que
no lo harías – sonrió–. Implica excesiva logística y hay otras formas que
requieren menos esfuerzo.
— ¿Cuáles?
— No sé, tomar un
frasco de medicamentos o dejar la llave de gas abierta.
— Lo de las
pastillas podría terminar con un lavaje de estómago y un chaleco blanco
reforzado en el pabellón de insanas peligrosas.
— ¿Pero lo del gas?
— Podría ser. Tus
pulmones se irían llenado de monóxido de carbono mientras duermes. Es accesible y no hay sufrimiento.
De todos modos hay algo que no mencionamos.
— ¿Qué cosa?
— Colgarse.
— ¿Ahorcarse? Dicen
que es horroroso ver un cuerpo estrangulado, que el cadáver se hincha, se le
ponen las uñas moradas y se le entumece la piel. Me imagino que el olor que
emana un cadáver que lleva días descomponiéndose debe ser repulsivo. ¡Nauseabundo!
— Un gasto
innecesario de maquillaje para los sepultureros. Así que si estás pensando en
suicidarte, ahorrales el trabajo insalubre, ¿querés? Creo que lo del gas, es
tu mejor opción – bromeé.
Dormí profundo como si un sueño plomizo se hubiera apoderado de mi inconsciente a causa de una especie de letargo. Tuve una pesadilla recurrente, húmeda – no pegajosa, sino atemorizante– en la cual corría detrás de una mujer por un parque verde y hermoso, regado de flores azules de jacarandá. Ella huía y yo la buscaba con ansias, pues parecía un ángel con el rostro arrebolado. Luego, entrábamos por un lúgubre túnel que conducía a un pasadizo por el que se ingresaba a un esplendoroso teatro. El lugar, poblado de palcos con elegantes cortinas de terciopelo carmín y columnas de mármol, estaba infestado de hombres y mujeres, que conformaban un fervoroso público. Todos se excitaban con ímpetu al oír el programa de piano de un concertista avezado, agitando sus cuerpos cubiertos por atuendos teatrales y ocultando sus rostros con máscaras carnavalescas.
Dormí profundo como si un sueño plomizo se hubiera apoderado de mi inconsciente a causa de una especie de letargo. Tuve una pesadilla recurrente, húmeda – no pegajosa, sino atemorizante– en la cual corría detrás de una mujer por un parque verde y hermoso, regado de flores azules de jacarandá. Ella huía y yo la buscaba con ansias, pues parecía un ángel con el rostro arrebolado. Luego, entrábamos por un lúgubre túnel que conducía a un pasadizo por el que se ingresaba a un esplendoroso teatro. El lugar, poblado de palcos con elegantes cortinas de terciopelo carmín y columnas de mármol, estaba infestado de hombres y mujeres, que conformaban un fervoroso público. Todos se excitaban con ímpetu al oír el programa de piano de un concertista avezado, agitando sus cuerpos cubiertos por atuendos teatrales y ocultando sus rostros con máscaras carnavalescas.
Luego, hubo un mórbido silencio, y después gritos: la mujer - a la cual yo perseguía- masticaba el corazón del artista, que lanzaba sangre a borbotones
por la nariz y por la boca.
Yvonnette Denoir
me escribió varias cartas. Todas extensas, salvo la que me entregó Marta – la
inquilina de abajo– aquel 17 de noviembre. Se suponía que yo debía encontrar la
misiva. Lo demás, salió tal cual ella lo había
planeado: las románticas vacaciones en Salvador de Bahía – de donde habíamos
vuelto la semana anterior–, la viga, el banquito, el cable y el criminal
espectáculo de verla suspendida en el aire.
Dicen que "Nadie muere en la
víspera" y que el hedor que despide un ahorcado es penetrante. Entonces,
lo supe. Les aseguro que ella era de los dos la más astuta y que no se equivocó
al escribir su última línea: "Vous n'allez pas à comprendre" (Tú no
lo comprenderás).