miércoles, 13 de marzo de 2019

Los billetes de Filomeno

No fue ameno ni fue grato,
Quedarme con lo ajeno.
Pero ese trato 
Valió el mal rato, Filomeno.


Filomeno pudo haber sido el amor de mi vida. Pero, ciertamente, no lo fue. Digamos que Filomeno es un tipo real, aunque su nombre no es Filomeno, sino que ése es un apodo que inventé para poder hablar de él en sus narices. Y hablar mal, claro. 
Como dije, Filomeno tiene existencia. Y existe, sobre todo, de 10 a 17:30 hs en la planta baja de la concesionaria de motos en donde trabaja como vendedor, sin ningún otro objetivo vital que ganar un magro sueldo que le sirva para mantener a su hija. Sí, Filomeno tiene una hija y un divorcio del que casi no habla - entre otras cosas, porque es un hombre de pocas palabras-. Es, a simple vista, un sujeto sencillo: asadito los domingos y a sudar la camiseta. Listo. La felicidad es completa cuando se despierta a eso de las cinco de la mañana (llueva, nieve o truene) para hacer ciclismo. El deporte es crucial en su vida y, a decir verdad, no es un ciclista primedio. De hecho, fue campeón urbano, allá por la década del ´90. Un dato de color que a nadie le interesa, excepto a él. 
Alguna información que pude recavar (con arduo oficio detectivesco) en el año y medio de relación amorosa que mantuvimos: su hija se llama Helena y tiene 6 años. La madre de Helena debe ser hermosa (porque la nena lo es). La madre de Helena (nunca supe su nombre) se casó con un exitoso abogado, con quien se mudó a Nordelta y tuvo un hijo. Antes de rehacer su vida sentimental, dejó atrás su miserable empleo de oficinista administrativa y vendió el dos ambientes que compró con su ex marido en Nuñez. Ahora, se dedica a dar clases de pilates. O sea, tuvo más suerte que Filomeno, quien - como dije- trabaja de martes a sábados por un flaco salario y vive en una casa prefabricada en el fondo del terreno de sus padres, a donde recibe a su hija los domingos.
Grasa. Al principio me pareció que le faltaba estilo y el tema de su aspecto fue materia de acalorados debates en mi círculo de amigas. No porque Filomeno no sea un hombre bien parecido. Todo lo contrario. Es buen mozo y tiene cuerpo de atleta (musculoso y fornido). Sin embargo, el pegote del gel agominado en el pelo fue - por meses - un impedimento mayúsculo para que aflorara cualquier tipo de sentimiento amoroso en mí. También, me daba pudor que la gente me viera con un hombre que mide - y no exagero- medio metro más que yo. Él era para mí, entonces, un monumento al ridículo, un obelisco en la plaza municipal de una ciudad en los suburbios. 
Con el tiempo fue cambiando su estilo, se deshizo de algunas prendas de vestir y las cambió por otras - compradas por mí, obvio-. Recnozco que hizo un notorio esfuerzo por adaptar su imagen a mis preferencias. Incluso, se despidió de unos exóticos zapatos de punta cuadrada y de una escandalosa camisa de plumetí - que tuvo el descaro de usar en nuestra primera cita-. Algunas de sus ropas me parecían extravagantes, como una rareza de muy mal gusto difícil de adquirir. 
A otras me acostumbré - o resigné-. Como dije, Filomeno pudo haber sido el amor de mi vida y no lo fue. Luego de haber sorteado varios obstáculos estéticos, en un proceso de negociación ardua y agotadora, me vi envuelta en sus brazos como una doncella en una torre de porcelana fría. Tengo que admitir que durante ese intenso y breve romancce, mis días se volvieron un espectáculo musical en tono de comedia rosa. Dejó de importar el desempleo, la inflación y el tránsito: taxistas y colectiveros danzaron y entonaron esperanzadoras canciones de amor junto a floristas y linyeras, en una secuencia rítmica y coreográfica que duró casi tres meses. ¡Ah, la vida era maravillosa entonces! ¿Para qué negarlo?
Nos queríamos, sí. Pero pasó algo. Quizá, esa cuestión que sucede de cara a la realidad cuando dos empiezan a frecuentarse y los defectos ajenos crispan a borbotones, como pochocolos en una olla a presión. Pasó la rutina y la convivencia, y toda una serie de hábitos sociales y tradiciones familiares, que hicieron de nosotros la versión realista de "La dama y el vagabundo" - en la que los perros se gruñen por las albóndigas-.      
Aburrido. Su compañía empezó a causarme un tedio comparable únicamente al estupor soporífero de un trámite bancario. ¿Por qué? Digamos que Filomeno es el tipo de persona que habla poco y yo la clase de mujer que habla mucho. Eso no sería importante al efecto de lo que sucedió con sus billetes, excepto por el hecho de que llegó a irritarle mi excesiva capacidad de habla. Y a mí, su silencio monástico. En particular, eso me molestaba más que nada durante la cena: noche tras noche, el tenedor aplastando o pinchando o revolviendo la comida en un repicar agobiante contra el plato. Hasta que no pude sostenerlo más.
La relación se fue a pique. Se hundió como un destructor en la Segunda Guerra Mundial, a causa de ésas y otras hostilidades que dieron lugar a un conflicto en escalada. Traté de que cesara por todas las vías pacíficas. Pensé en cuestiones prácticas que pudieran mejorar nuestra dinámica cotidiana como cambiar la luminaria por luces más cálidas, mudar el comedor al living, dejar de cenar tarta de espinaca los martes, etc. Nada parecía funcionar, hasta que, por fin, tuve una idea brillante. 

¿Qué te parece si tomamos unas vacaciones? 
- ¿A dónde? 
- A Chile. 

Era el lugar indicado para firmar el tratado de paz que nos devolvería la dicha. Filomeno creyó que veranear con su hija era una muestra de voluntad de parte. Que empezáramos a funcionar con la lógica de una familia me pareció una clara declaración de intenciones. Hacía casi un año que vivíamos - prácticamente- en mi casa, pero él seguía recibiendo a su hija los domingos en lo de sus padres, y yo resolvía mi soledad dominical con crucigramas y revistas de moda. Ese viaje sería, entonces, como la masilla que rellenara los agujeros forjados en las paredes estructurales de nuestra relación. 
Bienaventurados. Los tres nos lanzamos en búsqueda del Edén. Y la dicha duró lo que una manzana - o un helado-. 

- Helenita, por favor dame el papel que arrojaste al piso. Cuando encontremos un tacho de basura lo tiramos. ¿Dale? - Le dije a la nena que había arrojado el envoltorio al suelo. 
- No le hables con ese tono a mi hija. - Me dijo con ira. 
- ¿Cómo? - Pregunté. 
- ¡Ni se te ocurra volver a hablarle con ese tono a mi hija! - Insistió, enfurecido. 

Más o menos así empezó la conversación que terminó conmigo comprando un ticket  de avión de vuelta, previa llamada telefónica a mi mejor amiga - un 31 de diciembre- para escupirle todo el melodrama y rogarle que fuera a buscarme al aeropuerto a la mañana siguiente. 
Volví con mis 52 kilos de frustración, arrastrando una enorme valija hasta que subí al auto. La estrategia había fracasado. Tenía que aceptarlo: la historia con Filomeno había llegado a su término. 
Pero no al final en el cual - ya lo saben- le robé el fajo de billetes. En esta instancia  entramos en una suerte de cuarto intermedio, algo así como un final que antecede al verdadero final (cuando el espectáculo llega a su desenlace, se cierran los telones y el público aplaude).
Dudo de que en algún momento puedan aplaudir. ¿Qué pasó? A los pocos días se disculpó. Me explicó que era la primera vez que su hija convivía con otra mujer que no fuera su madre y que las circunstancias lo habían desbordado. Nos reconciliamos. Regresamos al tintineo recalcitrante de los cubiertos, a la falta de diálogo y al mal sexo. 
También a eso. El sexo era pésimo. ¡Pé-si-mo! Que quede claro. Más que malo. ¿Los motivos? Filomeno demandaba en forma permanente la satisfacción de todas sus necesidades físicas. Y créanme que, tratándose de un sujeto con más de dos metros de altura, había mucha cuestión que abastecer. Lo que al principio había sido placentero se transformó en una obligación diaria, agotadora y alienante. 


- ¡Sos una egoísta!
- ¿Yo soy la egoísta?
- Sí, vos.


          Roces y más roces. Las sensibilidades marcharon a la orden del día - y de la noche-. La vida con Filomeno se convirtió en un quehacer de tiempo completo. Y me aboqué a él con dedicación - abnegación - absoluta por unos meses, en los que no hubo más que el molesto chillido del tenedor. 
Volví a pensar. Faltaban pocas semanas para su cumpleaños. "¿A quién no le gusta ser anfitrión?", me pregunté. Organizar una celebración nos consumiría suficiente tiempo y energía como para dejar rencillas de lado. Pasaríamos los próximos días ocupados en la planificación del festejo, que - por supuesto - tendría mi sello personal: sería a lo grande. Brillo, lentejuelas, hombres lanzafuego, acróbatas y malabaristas en el enorme jardín de sus padres convertido en un espacio que recrearía una fiesta norteamericana de los años´20, con una o dos bandas de jazz, comida y bebida de lujo, una torta temática con forma de Ford T y - ¿Por qué, no? - fuegos artificiales. 
Obvio que tuve que tachar del listado los ítems más originales porque - según Filomeno- no había presupuesto para delirios y excentricidades. 


- Cuidemos el mango, que cuesta ganarlo - Me despedí del glamour y de las serpentinas doradas-. El ahorro es la base de la fortuna. 
    
    Filomeno se repite a sí mismo - y a quien quiera oírlo - la máxima keynesiana como un mantra. ¿La razón? Luego de su divorcio y de regreso a lo de sus padres, se propuso juntar peso por peso hasta comprar otro departamento en Capital. Esta vez, ciento por ciento propio. Así fue que, con espíritu franciscano, absteniéndose de todo lujo, juntó cada centavo hasta acumular la cuantiosa suma de dólares (que tenía escondidos adentro de una lata de dulce de membrillo, en el aparador de la cocina, en casa de sus padres). 
Algo demodé lo de la lata, sí. Cualquiera en su lugar hubiese abierto una cuenta bancaria, pero en lo que respecta a la economía del hogar, él lleva adelante una administración miope que hace que se le nuble a una la visión y no sepa si está frente a un hombre precavido o frente a un avaro. 
Elegí, entonces, robar sus billetes como un acto deliberado y consciente del daño que le iba a provocar. A veces, la manifestación del hartazgo en su forma más típica es el desprecio. Otras, la ira. 
Luego del festejo de cumpleaños, la idea de tomar su preciado botín - en sentido figurativo y literal- me asaltó como un pirata. Se me presentaba incluso en sueños como un cofre desbordante de alhajas y de oro, como una suerte de acontecimiento histórico de reparación en el que yo, con hazaña caballeresca, me convertiría en mi propia heroína. 
Esa noche - la del festejo- fue todo lo opuesto a un sueño. En tal caso, diría que fue más bien una de esas pesadillas, en las que todo parece muy placentero, hasta que no lo es, y cuando se esfumó la magia de Disney, me transformé en la Cenicienta y mi Príncipe Azul, borracho y violento como un soldado alemán en plenas Guerras Napoleónicas, me tomó por la cintura, e insinuó algo que no quise. 
La negativa desató un sainete de carácter tragicómico. Filomeno gritó y propinó una catarata de improperios que salieron de su boca a destajo, en un estado de frenesí equiparable únicamente al del orangután salvaje de "Los Crímenes de la calle Morgue".  
Entonces, su versión más primitiva - una que jamás había visto- se apoderó de él: tomó un palo de madera ancho y macizo que había sobre la parrilla. Lo empuñó como quien se dispone a hacer un mal irreparable. Sentí miedo, un temor hondo y paralizante, desde una pequeñez desnuda y expuesta ante un gigante colérico. Yo era Ann Darrow en la escena que descubre a King Kong, pero el primate ya era mi novio. 
Lo que siguió fue rápido: Filomeno salió a la calle y con la energía de un animal furioso, destrozó, en cosa de segundos, el capó y el parabrisas de mi auto - que estaba estacionado a unos metros de la puerta de entrada-. 
Me escapé tan rápido como pude. Agarré mis cosas y hui. Corrí unas diez - o quizá veinte - cuadras, en camisón y descalza -como una niña huérfana -. Cuando me detuve, me senté sobre el cordón de una vereda y lloré con profunda amargura. ¿Era desilusión? ¿Acaso la tristeza por un corazón roto? ¡No! Era bronca. Mucha bronca y amor propio. 
Me fui sola a casa. No sé ni cómo llegué. El domingo pasó - ironías de la vida - entre fotos y comentarios en Facebook: 
- Excelente fiesta. ¡Qué bien que lo pasamos! Emoji - estúpido - feliz. Me gusta, deshonesto, en respuesta. 


- Gran fiesta. Nos divertimos un montón!!!. 
- Gracias. Nosotros también. 


          No hay dudas: las redes sociales son un instrumento punzante y cotidiano de utilidad inigualable para herir egos lastimados. ¡Cuánta crueldad había en esos torpes mensajes de buena voluntad! Estaba en un brete. ¿Cómo iba a elaborar un discurso más o menos creíble -más o menos verosímil - para explicar la /las ruptura/s? ¿Qué palabras utilizaría para evitar los chismes? Apagué el celular. 
Llegó el lunes. De Filomeno, ni noticia. No tenía mensajes, ni correos, ni señales de vida. Intenté comunicarme con él vía telefónica. No atendió. Insistí sin éxito. Le escribí un mensaje por Whatsapp. Número bloquedo. 
El martes se fue sin novedades. Y el miércoles, sin lamentaciones. Ya habría ocasión para saldar deudas morales. Por lo pronto, tenía algo importante y urgente en qué pensar: cómo recuperar mi coche de su casa y -fundamentalmente - cómo reparar las roturas del vehículo, esquivando la pérdida monetaria y su consiguiente impacto en mi bolsillo. Lo primero era fácil. Lo segundo, no. 
Bien. ¿Con qué información contaba? Sabía que Filomeno iría, inexorablemente, a la concesionaria de motos en la que existe de 10 a 17:30 hs. También, que sus padres estaban en lo de unos parientes en Córdoba, desde hacía una semana, y que regresarían el viernes. Eso reducía mis posibilidades de acción a un día específico: el jueves. Contaba con un juego de llaves y conocía la clave de la alarma. Los dólares - ya lo dije - estaban en la lata de dulce de membrillo, en el aparador de la cocina. El plan era una obra de arte, el retrato de una criatura perversa y perfecta que se había gestado adentro mío. 
Y le di entidad. Lo hice nacer. Con la frialdad de un sicario, me dirigí al domicilio en la fecha estipulada. Había reparado en el tiempo que me tomaría cada acción y había elaborado un rosario de excusas, por si surgían imprevistos. Incluso, había detallado la ropa que usaría y otros elementos que serían necesarios. Admito que deshacerme de la fantasía de convertirme en una ladronzuela al estilo Hollywood no fue sencillo: la peluca rubia de corte carré, los anteojos negros, el sobretodo beige y la linterna fueron objeto de tentación hasta el último momento. Pero estaba a punto de cometer un ilícito y no podía fallar. Esto era, en su más estricto sentido, "Devoto o la gloria". Tenía que estar cómoda y liviana: jeans, zapatillas y una remera color pastel -que no llamara la atención de los vecinos -, era lo más adecuado. 
Cité a la grúa con la que trasladaría mi auto hasta el taller mecánico a las 11:30 am. Llegué media hora antes. Miré por encima del portón para comprobar que no hubiera nadie adentro. Con movimientos suaves, saqué de mi cartera unos guantes de látex -de esos que vienen en las cajas de tintura - abrí la cerradura y entré a la vivienda. Caminé hacia el fondo, con paso lento. Ingresé la combinación numérica 0502. ¡Ábrete sésamo! Escuché un ruido. Me detuve. Sonó mi celular. Una empleada de la aseguradora llamaba para dar aviso de que el servicio de grúa había arribado a la dirección. Fui a la cocina, abrí la lata, tomé el fajo de billetes y los guardé en mi cartera. Por último, dejé dentro del recipiente una nota impresa en computadora:
- Tengo tus dólares. No los quiero. Llamame cuando estés dispuesto a pagar los arreglos. 


          Lo demás siguió el curso que había imaginado. El viernes se acreditó en mi cuenta bancaria un monto de 80 mil pesos en concepto de "Reparaciones al auto". La transferencia, claro, la hizo Filomeno. 





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