El Cretino mira por el enorme ventanal que
da al río. Su oficina, en el piso 12 de las Torres Catalinas, podría estar ubicada en Puerto Madero, en el microcentro o en cualquier otra parte de Buenos
Aires en donde una multinacional operaría. Piensa que está próximo el cierre de
planillas, y que la gente de logística aún no le ha mandado los balances del
sector. También, en algunos proyectos para presentarle al gerente de
márketing y la manera más sutil de barrerle el piso al subgerente de la compañía.
Así es el Cretino, un verdadero cretino, y tanto que lo es que ni siquiera
importa su nombre. Solo diré, para que se ilustre el relato, que el Cretino es
un profesional ambicioso, un ingeniero industrial con una carrera brillante y
como todos los cretinos de su especie, un yuppie.
Uno de sus dos celulares suena adentro del
bolsillo interno del saco azul, colgado sobre el perchero de raíz de nogal que
decora la puerta de su despacho. Atiende. Es Dolly. No la joven, alegre y
hermosa Dolly que fue hace 30 años. Es la Dolly actual: la solterona y
paciente secretaria del prominente imbécil del despacho contiguo, que ahora,
del otro lado de la línea, tiene ganas de gritarle que sabe a la perfección lo
que es un capuchino, y que ella se peinaba las canas cuándo él usaba pañales,
así que, que por favor se ahorre la molestia de explicarle lo que es un
capuchino. Además, lo llamó para preguntarle si quiere o no muffins, y no para
escuchar toda esa cuestión de la crema y la canela que hay que pedir a parte. Está
apurada, tiene que pasar por el banco para hacer un trámite personal y la cola
en el Sturbucks es interminable.
Dolly conserva algo de la frescura de sus
mejores años, cuando los ’70 la sorprendieron con un par de hojas en el patio
trasero de la casa de algún filo, música de Vox Dei y pantalones Oxford. Dejó
de encontrarse sexy hace mucho tiempo y hace mucho más que se siente asexuada.
Nada la erotiza, excepto por la remota posibilidad de encontrarse con el Dr.
Lafont, que con un golpe de suerte, por fin, sería viudo.
Dolly y el Dr. Lafont vivían uno enfrente
del otro en el barrio de Boedo, sobre la calle San Juan, cuando el Dr. Lafont no
era doctor, sino Miguel y todavía no había conocido a Rosario, su esposa (o
desgracia). Dolly odia a ésa zorra que le ganó de mano con una
maniobra digna de una culebra: lo enroscó con un embarazo, del que Miguel,
quien era un caballero, no pudo salir.
Dolly había sido novia de Miguel durante la
secundaria, pero se distanciaron cuando a él lo llamaron para el Servicio
Militar Obligatorio, que gracias a ciertas influencias de la familia Lafont,
cumplió en el Círculo de Oficiales de la calle Quintana. Así, el cadete
Lafont pasó más de seis meses con dos pasa tiempos obligatorios, que se alternaron durante los sábados y domingos:
lustrar zapatos y limpiar las infinitas escaleras de mármol con jabón en pan. Fue castigado por su comportamiento irreverente hasta que logró acomodarse como
monaguillo y hacer uso de las bondades que le otorgó la Santa Madre
Iglesia; entre ellas, volver a su casa los fines de semana. Una de
ésas noches, después de tantas otras de encierro, Miguel conoció a Rosario,
mientras Dolly dormía.
Luego del desengaño de Lafont, la mujer alquiló un
departamento sobre la Av. Independencia y salió con unos cuantos idiotas, con
varios se frecuentó y se desilusionó, en una secuencia interrumpida solo
por algún viaje de índole profesional. Miguel, por su parte, pasó el próximo
lustro entre mamaderas y libros de anatomía patológica, bacteriología y otras
materias de igual densidad.
Muchos años después, cuando la madre de
Dolly murió, se cortaron los lazos que quedaron entre ellos y se
perdieron los rastros. Ella vendió la casa que heredó de sus padres y compró un
dos ambientes, cerca de la oficina en donde trabaja de 9 a 18 hs, como
asistente del Cretino.
Noc, noc. Entra. Le
sirve el café, con el punto justo de crema y canela, con tres de edulcorante,
con unas gotitas de vainilla (que él no pidió, pero que ella decidió agregar,
casi como un capricho). El Cretino está ansioso, espera la llamada del Chino
Pasman, uno de sus mejores amigos y socio, junto con otros dos paquetes del
club de rugby, con quienes empezó hace un par de meses un microemprendimiento con el que están levantado guita en pala. La cuestión es que la
cosa está funcionando en serio y el Cretino tiene en juego una cuantiosa suma
que depende, como siempre, de un sí o de un no.
Dolly le pasa la llamada. La respuesta es
favorable. El cliente está de acuerdo con los términos de la prestación y del
pago. Pero no solo eso: ¡Tienen exclusividad de la obra! El anuncio de tal noticia podría ser el momento ideal para un evento institucional: no todos los días se atrapa un pez gordo y reforzar la identidad corporativa es clave. Así que, el Chino le dice que va a comunicarse con un par de contactos que tiene en los medios.
¡Cuánto más ruido, mejor! Es un gran negociante, pero ésta vez, llegó
más lejos de lo que todos imaginan.
En el fondo, el Cretino no está
impresionado. Sabe que tiene la vaca atada al nudo de la corbata. La vida es simple para él y tiene algo mucho más valioso que el dinero o el poder (o
incluso que la conjunción de ambos), aquello que lo hace irresistible: éxito.
Ingresó a la Universidad de Buenos Aires
al terminar el bachillerato. Había aprobado las materias del UBA XXI sin mayor
dificultad, mientras otros perdían el tiempo en la organización de un viaje que
requiere solo de dos elementos: esquís y alcohol.
En el tercer cuatrimestre de la facultad
ya era ayudante en la Cátedra de Análisis Matemático I. Posteriormente,
colaboró en otras asignaturas de la currícula, conoció chicas a rolete y
practicó con ellas todo el sexo que pudo. El Cretino recuerda esos tiempos como
momentos de gloria.
Una vez recibido, no fue difícil convencer
a su padre para que le financiara un posgrado y partió, muy a pesar de la
disconformidad de la Sra. Madre del Cretino, a Massachusetts, donde pasó un año
en el MIT. De vuelta en la Argentina, tardó menos de una semana en conseguir un
empleo y menos de dos meses en ingresar a la compañía automotriz en donde siempre quiso trabajar.
Dolly lo escucha hablar del otro lado de la
puerta. Aguarda a que corte para avisarle que tiene que ir al banco. Pero el
Cretino, como otros tantos bienudos de doble apellido, tiene la costumbre de
mezclar los negocios con la vida social, haciendo de cada bussines una misa de
esponsales.
Por fin oye el ¡clack! Lo llama al
interno y le avisa que debe pasar por el banco, están por cortarle la luz que ya venció hace un par de semanas.
¡Un caos, el pobre Bartolo -un basset fastidioso y destructor - podría quedarse
a oscuras en cualquier momento! La mujer emprende camino hacia el Galicia, que queda a un par de cuadras, pero antes de salir, la ve. Sabe lo que está pasando.
Lo observa en la comisura de su boca y en la forma en que juega con el cable
del teléfono. Lo huele, lo palpa, lo percibe: el Cretino, otra vez, está
seduciendo a la recepcionista de turno.
A diferencia de la
anterior, ésta es una chica delicada, suave, femenina. No como Andrea, una pelirroja despampanante, atrevida, sensual, con un escote
exorbitante y los ojos verdes como una pantera. Andrea es ordinaria, pero de
una forma divertida. Por eso, los hombres solo piensan en una cosa cuando la
ven: quieren meter las narices en el medio de esas dos grandes siliconas, como
lo hizo el Cretino, y gracias a lo cual, la mujer ascendió más posiciones de
las que practicaron juntos. ¿Pero la nueva? … ¡Eso sí que sería una
canallada! ¿Cómo no le da lástima meterse con esa chinita de Hersilia? A Dolly
se le revuelve el estómago.
Valeria tiene 22 años y hace uno que está
en Buenos Aires. Le costó adaptarse a la gran ciudad, sobre todo porque a
Valeria, la vida en general le resulta complicada. Vino a la capital huyendo de
una historia familiar demasiado engorrosa como para que la decisión de dejar su
pueblo fuera consciente. Al llegar, se instaló en una residencia estudiantil
sobre la calle Córdoba y al cabo de varios meses de búsqueda, consiguió en un call center, un trabajo mal pago y en un horario marginal, en donde pasó un año mientras cursó el ingreso de abogacía. Aprobó solo Ciencias Políticas,
como quien dice, “a los ponchazos”. Con un par de billetes en el bolsillo,
renunció a aquel antro con olor a pucho, en donde se sentía cada vez más
explotada, y luego de participar de un arduo proceso de selección,
consiguió el puesto de recepcionista, desde el cual ve entrar y salir a diario al Cretino. La city la fagocita, igual que el gusano blanco al maíz. Aún así, el pelo
rubio, la piel trigueña y los ojos pardos, hacen de ella una belleza soberbia.
Valeria es, para el Cretino, un caramelo de miel que hay que saborear despacio.
Dolly está en el banco. Como siempre, la
espera es parte de su vida. Está cansada, empiezan a dolerle las piernas.
Siente cada vez más pesadas las arañitas en las pantorrillas; por lo visto, el inmundo preparado de zanahoria y sábila que está tomando no le da resultados. Debería
consultar con un flebólogo. ¡Cómo le duelen las piernas! La mujer de la
ventanilla indica que pase el siguiente. ¡Por fin!, es su turno.
El Cretino observa la hora en el
Victorinox de maya metálica prendido a su muñeca; el cual, le indica que son
casi la una de la tarde. Dolly no llega. Se fue por lo menos hace cuarenta minutos. La
llama al celular. Un contestador le informa que el número al que desea
comunicarse se encuentra inhabilitado para recibir su llamada. Quiere hablar
con la recepcionista. El teléfono suena, suena, suena. Valeria está en el baño.
En otro interno, la voz de Andrea.
Desde hace unas semanas que no se cruza
con ella. No es casual. Los desencuentros empezaron cuando él se enteró de que
“la colorada” iba a ser la asistente de Mato: el miserable, sexagenario, cuatro
de copas, subgerente de marketing a quien tiene que borrar del mapa, o al
menos, del organigrama. El Cretino cuelga ni bien la escucha. Hay
cosas que no debe saber ni siquiera su propia sombra. No tiene definida la
estrategia, pero algo está elucubrando y Andrea lo cazaría al vuelo. La mina
es un águila.
¡Parece que Dolly se dignó a regresar!
¿Pero qué puede decirle? Experimenta algún tipo de sentimiento afectivo por la
mujer, una mezcla de ternura y lástima, la misma pena que sentiría por su madre
si viviera en tan adversas circunstancias: vieja, soltera y con un perro
abominable por única compañía. Por supuesto que la Sra. Madre del Cretino está
muy lejos de encontrarse en tan desfavorables condiciones, y por suerte, es muy feliz casada con su padre: un ricachón con un par de miles de
hectáreas en Corral de Bustos, gracias a las cuales provee – y proveyó- de
significativas comodidades a la familia.
Dolly cree que es entretenido tratar
–lidiar- con su jefe. Existe cierta complicidad entre ellos, y a decir verdad,
se complementan bastante bien. El Cretino es un individuo compulsivo: adicto al trabajo, al orden, a la prolijidad,
a la organización, a la limpieza, a la ortografía, a la puntualidad… a la
perfección. Eso quiere decir, que el tipo es un rompe quinotos de tiempo
completo, lo cual no le deja -a ella- margen para reflexionar sobre su vida, ni
un segundo libre para deprimirse, ¡óptimo! Aunque, los viernes por la tarde
–siempre es una de las últimas en fichar- la mujer sí que derrapa. Pero antes
de que comience la debacle absoluta, la sempiterna derrota de los viernes, quizá
tendrá la “dicha” de encontrarse en el ascensor con el vecino del 3 D –el de
arriba-, quien la amenazará con hacerle una denuncia si no regala a Bartolo,
ése animal del infierno al que debería cortarle las cuerdas vocales.
Bartolo destruye –muerde, rompe,
desparrama, babea, moja, vuelca, ensucia, orina, e incluso, defeca- el
departamento de Dolly, como un maratonista, en el menor tiempo posible, para que cuando su dueña llegue, encuentre el
lugar hecho un basurero. ¡Esa es la
venganza canina por más de cuarenta horas de abandono semanales!
Tal vez, es cierto que la mascota tiene
algunos problemitas conductuales, pero es el entrañable compañero que la espera
y que la ama, incluso, vieja como es. Por eso, al final de la jornada, cuando
Dolly llega a su casa, limpia -con paciencia apostólica- el desastre que hizo
Bartolo, mientras escucha las noticias en la tele. Se quita los zapatos y llena
el primer medio vaso de la noche con hielo y Old Smuggler, un whisky barato y
fortachón.
El Cretino necesita concentrarse en un
informe que debe enviar de inmediato.
Esperó el fin de semana para que los inoperantes de logística le
mandaran una planilla de Excel, que recibió a primera hora del lunes, cuando él
ya tendría que haber entregado los estados financieros del corriente ejercicio
y las proyecciones para el siguiente. Está rabioso, le fastidia ver tanta
ineficiencia junta. No entiende porqué tiene que correr contra reloj para
salvar las papas de esa manga de inútiles, incompetentes, descerebrados.
Resopla.
Bartolo estuvo toda la noche descompuesto
con vómitos y más vómitos, por lo que Dolly empezó el día de la siguiente manera: limpió el río de comida masticada y bilis que flotaba en su cocina. Paró por lo
menos ocho taxis para encontrar un alma caritativa que la llevara con el basset
(el perro olía como el puerto
de Mar del Plata en pleno enero). Tuvo que detenerse a retirar
efectivo por un cajero automático, con el animal –al momento- diarreico, y el
taxista proliferando una catarata de insultos y maldiciones a la mujer. Una vez
en la veterinaria, el especialista dio el diagnóstico en un periquete: Bartolo se había intoxicado con un alimento en mal estado. Los canales
secretores debajo del párpado estaban inflamados, así como el estómago, el
intestino delgado y otros órganos del sistema digestivo. Lo más precavido era
que el perro se quedara allí, hasta la tarde, para ver su evolución.
Dolly llega a la oficina. La travesía la demoró
más de la cuenta y el Cretino echa espuma por la boca. Le pide – con seriedad
solemne- que por favor haga diez impresiones de cada uno de los archivos que le
hizo llegar vía mail, hace por lo menos media hora y que los ponga en un sobre
membretado. La junta con los accionistas es a las tres y le falta armar el
PowerPoint, con el que hará la presentación. Empieza a relamerse, le sobra
confianza en sí mismo. Las cifras hablan lo que todos quieren oír, por lo cual, con
una pequeña dosis de astucia, hará de las fieras unos leoncitos cirqueros. “Es
pan comido”, se dice.
Listo. Un trámite menos. Está orgulloso de lo bien que manejó la
situación allí adentro. ¡Con qué muñeca maniobró! ¡Es un fórmula uno! Es Nino Farina, Fangio y Luigi Fagioli, los
tres juntos, corriendo en Alfa Romeo el campeonato mundial. En unos minutos va a contactarse con el Chino Pasman para chequear
día y hora del contrato y ajustar detalles ulteriores. Por ahora,
se merece unos instantes de relax. Quiere alguien que lo
divierta: Valeria.
Las cosas empezaron a complicarse para la
santafesina después de la primera carcajada. Lo que pasa es que es un descarado
éste porteño, por eso la hace soltar esas risotadas. No puede negarlo, "¡El
desgraciado es ocurrente!" ¡¿Cómo se atreve a mandarle esos mensajes por el
Outlook?! ¡¿No sabe que la comprometería si alguien los leyera?! No quiere meter
la pata. Escribe algo. Lo borra. Se muerde una uña. Pasa una hora, dos, tres. No le contesta.
¡El
enmascarado no se rinde! El Cretino sale de su oficina con una atípica dosis de
adrenalina en sangre. Atraviesa el interminable pasillo que conduce a la
recepción, donde está la mocita, quien con tremendas ínfulas no acusa recibo de
sus correos electrónicos. Para el sujeto no hay peor cosa que ser ignorado,
más si se trata de alguien de menor escalafón. La observa. La blusa blanca le queda
tan sensual que quisiera arrancársela para lamerle los pechos frente a todos. Se
contiene. Lo excita la idea de encontrar, en esa muñeca con rostro de primera
comunión y piernas de María Magdalena, un adversario loable con quien jugar al
gato y al ratón. ¿Tendrá que agudizar su ingenio, desplegar su creatividad para
atrapar a la presa? ¡Excelente!
Valeria
simula no verlo, pretende que el rollo del fax está atascado. Es de la gente
que se abatata, balbucea, trastabilla… Es una pésima actriz. La delata el brillo
en los ojos y la mueca ridícula que hace con las mejillas cuando una situación
la toma por sorpresa. El Cretino apoya el brazo sobre su escritorio. Es
imposible continuar fingiendo: el tipo devora su atención. Levanta la vista
hacia él, con un lento recorrido que comienza por la manga de la camisa rallada
hasta desembocar en la palma ancha y masculina. Habrá tiempo suficiente para
focalizar en los dedos.
Dolly
recibe una llamada. Es Susana, su amiga de toda la vida, quien le propone tomar
un cafecito, en el Havanna de Plaza San Martín, tipo seis y
media. El incidente con Bartolo obliga a su ama a responder con una
negativa, pues, debe retirar al can de la veterinaria. Susana insiste, quiere
contarle un chisme jugoso. Ya se explayará, pero le anticipa que el Dr. Lafont
es el Titular de la Cátedra de Toco/ Gineco de su hija, Catalina. ¡Creer o
reventar! Miguel es Jesucristo resucitando entre los muertos. Dolly respira
hondo, la noticia le cayó como un aguacero en una noche de julio. Por el momento,
el perro pasará a segundo plano.