jueves, 28 de marzo de 2019

Al pasear, celeste,
el río olvidó su sonrisa
y la dejó en tu camisa.

Y la brisa dijo algo
que recuerdo, siquiera,
¿Sobre la magia era?

Flores brotaron de mi pollera
y crecieron hasta mi boca
dos besos de primavera.

sábado, 23 de marzo de 2019

Ansias

Aquella obra había empezado muchos años antes. Había gestado sus diálogos, que eran una transcripción más o menos fiel de mis propios pensamientos: conversaciones, siempre fantásticas, que mantenía en mi interior con ella. Esa noche los telones se abrieron con fuerza y el calor de los reflectores fue apenas un destello. 
Al bajar del escenario la llamé por teléfono. Quería escuchar su crítica sobre la función: la composición de los personajes, su cohesión y verosimilitud discursiva, y la calidad de las representaciones actorales. No atendió. La busqué entre la multitud. Nada. 
Me dirigí al camarín. El resto del elenco parecía disfrutar del éxito del estreno a sala completa. Yo, que todo lo había expuesto en cinco actos, eternos como cinco vidas, me quité el maquillaje y vi una nota con una rima, escrita en su puño y letra:

"¿Qué ansias te provoca
el mal que me reclamas?
¿Qué alivio buscas en tu duelo?
¿Acaso al ver el cielo
no ves que la luna es redonda?
¿No ves que mis pies
van detrás de otra sombra,
que mi mano no te toca
y mi boca no te nombra?"

viernes, 22 de marzo de 2019

¡Un día hermoso!

Más o menos, así fue el día: salí de casa volando. Antes, me pinté las canas con rímel (no tuve tiempo de ir a la peluquería en la semana), me puse el vestido más acorde que encontré, agarré un paquete de galletitas y salí, sin medias.
Subí al auto. “¿Cómo es esto? No debe ser tan difícil”. ¡Imposible! Primer llamado teléfonico de la mañana a mi marido para preguntarle cómo arrancar el coche. No contestó. Mensajes varios a ver si, con algo de suerte, alguna amiga me ayudaba. Nadie. Ya se me empezaba a hacer tarde. Tenía que estar a las 8:45 en un canal de televisión (por una campaña que ayudé a difundir).
“¿A quién llamo?”. ¡A papá! Diez minutos con papá de asistente remoto para arrancar y poner reversa. “Genial, esto es muy fácil”.
Panamericana. “¿Tengo que ir todo en D?”. ¡Qué miedo! Otra vez al teléfono, pero ahora, manejando por la autopista.
Me atiende una amiga:

- Boluda, escúchame, estoy con el Fit por Panamericana. ¿Tengo que ir todo en D o tengo que hacer algo si acelero y freno de golpe, por ejemplo?

Me explicó. Llegué a destino. Bajé del auto. Me resbalé y me caí redonda al piso. ¡Bloom! Torpeza en su máxima potencia. Me levanté con la mayor gracia posible e intenté desestimar el papelón que había hecho frente a unas colegialas:
- Señora, ¿está bien?
- Sí - pendeja- Gracias - por hacerme sentir como una anciana decrépita -.

Muerta de hambre (todavía no había desayunado) saqué las galletitas de la cartera. ¡Te lo juro! Mordí una y “track”, un pedazo de muela (de las de adelante). “¿Es joda?”
El teléfono en llamas. Mails y mensajes de Whatsapp. Todo por una noble causa. Los clientes del catering reclamando presupuestos no enviados y otras cuestiones laborales sin responder.
El asunto en el canal ok. Excepto porque una productora me llamó la atención por un asunto obvio:

- ¿Estás difundiendo la campaña de las dos medias y no te las pusiste?”
Sonrisa falsa y:
- Sí. Es cierto. Típico. En casa de herrero...

De ahí a una redacción y de ahí a una radio, y a otro canal. Una gira mediática con la muela rota, la rodilla lastimada y blanca como María Kodama.
El dentista, obvio, me dió turno para el 2054. 

- A ver, es urgente. Sí, ya sé que no dan sobreturnos. Pero es urgente - 
Agendado para dentro de dos semanas.

Llegué a casa, a última hora, a ponerme al corriente de lo que era importante: cotizaciones pendientes. Sin internet. ¡Fibertel y la que te re contra re mil! Y podría haber escrito toda esa letra, porque por un segundo la hice mía, “Maldición, va a ser un día hermoso”.

La razón

Cariño mío, espero que sepas disculpar, pero voy a tomarme la licencia de llamarte así en esta nota. Llueve y siento tristeza, aunque mañana vayamos a vernos y eso me haga tremendamente feliz. “Feliz”porque te quiero y este cariño me llena de una energía vital y creativa que es arrolladora. Y también, claro, me hace sonreír de una forma estúpida e inmensa (como hacía décadas que no me sucedía). ¡Qué boba! ¿No?
“Tremendamente”, además, porque perdí la cabeza por quererte. Y no es sensato andar (a mi edad), degollada por ahí, detrás de una pasión.
Creo que podríamos haber sido (quizá, lo fuimos) dos personajes memorables de un romance al mejor estilo Hollywood. Inolvidables. Ya sabés: él, un sexagenario con formato old school; ella, un torbellino anímico, pícara y (todavía) algo sexy. Ambos tenemos esos condimentos y esta es un historia adorable.
Adorable y compleja. Tanto que cuesta ponerle un punto final. Pero llegó el momento de tomar coraje y decir “adiós”. Es hora. Es difícil, pero necesario por motivos que son obvios.
No sé hacia a dónde iré a buscar nuevas emociones. En el peor de los escenarios, me esperará una vejez larga y aburrida. En ese caso, me conformaré con que Netflix actualice su programación de vez en cuando. Sino, ¡claro que tengo un plan B!: cursos o seminarios de floricultura, tapiz, arte en cerámica o cualquier cosa que llene las tardes vacías. A propósito de talleres, aprendí a hacer el punto cruz en mi clase del martes. ¡Si vieras qué lindo está quedando el suéter que le estoy tejiendo a María!
Quizá, con algo de suerte, Dios me bendiga con nietos que llenen mi casa de risas y pegotes de caramelo. Eso sería un entretenimiento ininterrumpido por al menos una década, pero un poco más costoso que el arancel de Netflix. De cualquier manera, es mi mayor deseo: vivir los años de vida que me queden rodeada del afecto de la familia que construí. Pasé mucho. Sufrí. Me esforcé más de 30 años para que eso suceda. María, Facundo y Marcos son la razón de mi existencia. No tengo otra.
Me casé con un buen hombre, un hombre que me ama y con quien compartí una vida con muchos momentos de felicidad y alegría. No voy a mentirte (ni quiero).
No te preocupes por mí. Voy a estar bien. Incluso, dentro de un tiempo voy a reírme de nosotros y de las tonterías que nos dijimos a lo largo de estos meses, y voy a recordarte con una sonrisa abierta y linda (¿Vos dirías: “Con cara de mucha sonrisa”?). Espero que también lo hagas. Y si un día nos cruzamos, cuando haya pasado el anhelo ferviente de encontrarnos en una esquina, acercate a saludarme.
Sabés que te quiero y que te quise.
Con la fuerza de mi corazón.

jueves, 21 de marzo de 2019

Día Mundial del Síndrome de Down

Eran lágrimas de madre, 
en los ojos de esas tres
orgullosas de las vidas
que nacieron de sus vientres. 
Eran lágrimas de amor
en los rostros de mujeres
que dijeron, de una vez:
"Mi hijo también puede".  

La raíz

Sí la raíz, falta de agua, 
se seca y se contrae, 
si el viento la lluvia trae
y el brote, un día, 
crece en un árbol
de floridas ramas
o nace de él un yuyo, 
quién sabe, acaso, 
cuál será la trama
y qué será lo suyo. 

domingo, 17 de marzo de 2019

Historia de bondi

Walter fue a hacer un campo a Santa Fe. Tenía información de que el dueño, un tal Gutiérrez, había vendido unos 60 caballos. Iban a ir cinco a juntar esa guita: Walter “el Negro”, Poche -un pibe de Córdoba bastante profesional, con quien Walter había trabajado varías veces- y otros tres tipos de Rosario, los hermanos Santillán, que manejaban una movida en el puerto.
El operativo se pinchó porque un rati lo llamó al Negro para avisarle que el viejo había garpado custodia policial de otra jurisdicción. Le dijo que no habían podido arreglar, que robar la estancia de Gutiérrez era para bardo. Pero le dió el dato de que iban a liberar la autopista durante la madrugada, a la altura de Zárate.
¡Había que hacer un camión! Ese era el nuevo plan. Los pibes estaban ahí. No eran piratas del asfalto, pero tenían que traer algo de vuelta.
El Negro no estaba convencido de que era una buena idea. Esa noche me llamó desde un locutorio:

- ¿Por qué no estás acá, má? ¿Por qué no estás?
Tenía la voz rara. No era común que se comunicara conmigo antes de un choreo.

- ¿Qué pasa, pá? ¿Por qué no te volvés?
- No, Negra. Olvídate. Esto se hace. Lo único que te digo, es que si a mí me pasa algo, vos levantate porque los cuervos van a ir a alimentarse de la carroña. ¿Me entendés, má? ¡Levántate, eh!
- Sí, Negrito. Quédate tranquilo. Yo voy a estar bien. Te amo.

Lo amaba. Hablo y se me hace una cosa acá en el corazón, te juro. Hacía diez años que estábamos juntos y era complicado. ¿Sabés la cantidad de noches en las que no pude pegar un ojo pensando en que Walter volvía a casa en un cajón? Creo que por eso no tuvimos hijos, para que no quedaran huérfanos.
Era difícil, además, porque tenía que resguardar a la familia, tenía que preservar a mis sobrinos. Por ejemplo, cuando iba a tomar mate a lo de mi cuñada, no lo llevaba -iba sola-. No quería que los chicos supieran ni cómo se llamaba.
Yo laburo desde los 14 años. Me fui de mi casa porque mi vieja murió y mi viejo era borracho y golpeador. Entonces, me rajé y me puse a laburar. Hice de todo. Y cuando pude me llevé a mis hermanos y los crié. O sea, trabajé toda la vida. Por eso no quería la guita sucia, la plata a la que nosotros le decimos “del lavado”. ¿Entendés?
Esa noche, mientras hablaba con el Negro tuve un pálpito. Ahí nomás, fui a la pieza del fondo, a donde él escondía la plata, debajo de una baldosa floja sobre la que había un aparador. Corrí el mueble y la metí en un bolso. No la conté. Serían unos 500 mil pesos. Lo llamé a Sergio, un remisero amigo que estaba terminando su jornada, para pedirle que me llevara a lo de mi comadre - a unas 30 cuadras de casa- y subí al auto.

- ¡Abrime, boluda! Soy yo, Marcela.
- Ahí bajo, madre. ¿Estás bien?
- No. Vine a traerte algo. Apúrate. ¿Querés?
- Tomá, para que le pagues a Romina una educación - le dije apenas entornó la puerta. Le di el bolso y subí de vuelta al coche.

Mirá como son las cosas, el día del aniversario de Walter es la misma fecha del fallecimiento de mi vieja. Walter murió en la madrugada del 5 de agosto. Le metieron tres tiros en el pecho en ese enfrentamiento con la policía, mientras la banda limpiaba el camión de caudales. Tenían 20 minutos para eso. No llegaron. Dijeron que les pasaron mal la información, que fue una cama porque Raúl Santillán - el cabecilla del trío-, se había hecho el piola con un comisario. Hubo varias versiones de eso. No quise saber nada con ninguna. No quise escuchar a nadie.
Durante mucho tiempo me acordé de lo que Walter me dijo la última vez que hablamos: “(...) si a mí me pasa algo, vos levantate porque los cuervos van a ir a alimentarse de la carroña”.
Tenía razón. Aquella tarde del 5 de agosto, mientras yo estaba con mi comadre cremando los restos del Negrito, acá en el cementerio de José León Suarez, su papá fue a donde vivíamos, con dos medios hermanos de Walter. Revolvieron toda mi casa, hasta le hicieron un tajo al sillón, buscando la guita que le había entregado a la mamá de mi ahijada hacía unas horas.
Del Negro me quedaron recuerdos. Algunas fotos, nomás, y un recorte de la sección “Policiales” del diario La Capital.

miércoles, 13 de marzo de 2019

Los billetes de Filomeno

No fue ameno ni fue grato,
Quedarme con lo ajeno.
Pero ese trato 
Valió el mal rato, Filomeno.


Filomeno pudo haber sido el amor de mi vida. Pero, ciertamente, no lo fue. Digamos que Filomeno es un tipo real, aunque su nombre no es Filomeno, sino que ése es un apodo que inventé para poder hablar de él en sus narices. Y hablar mal, claro. 
Como dije, Filomeno tiene existencia. Y existe, sobre todo, de 10 a 17:30 hs en la planta baja de la concesionaria de motos en donde trabaja como vendedor, sin ningún otro objetivo vital que ganar un magro sueldo que le sirva para mantener a su hija. Sí, Filomeno tiene una hija y un divorcio del que casi no habla - entre otras cosas, porque es un hombre de pocas palabras-. Es, a simple vista, un sujeto sencillo: asadito los domingos y a sudar la camiseta. Listo. La felicidad es completa cuando se despierta a eso de las cinco de la mañana (llueva, nieve o truene) para hacer ciclismo. El deporte es crucial en su vida y, a decir verdad, no es un ciclista primedio. De hecho, fue campeón urbano, allá por la década del ´90. Un dato de color que a nadie le interesa, excepto a él. 
Alguna información que pude recavar (con arduo oficio detectivesco) en el año y medio de relación amorosa que mantuvimos: su hija se llama Helena y tiene 6 años. La madre de Helena debe ser hermosa (porque la nena lo es). La madre de Helena (nunca supe su nombre) se casó con un exitoso abogado, con quien se mudó a Nordelta y tuvo un hijo. Antes de rehacer su vida sentimental, dejó atrás su miserable empleo de oficinista administrativa y vendió el dos ambientes que compró con su ex marido en Nuñez. Ahora, se dedica a dar clases de pilates. O sea, tuvo más suerte que Filomeno, quien - como dije- trabaja de martes a sábados por un flaco salario y vive en una casa prefabricada en el fondo del terreno de sus padres, a donde recibe a su hija los domingos.
Grasa. Al principio me pareció que le faltaba estilo y el tema de su aspecto fue materia de acalorados debates en mi círculo de amigas. No porque Filomeno no sea un hombre bien parecido. Todo lo contrario. Es buen mozo y tiene cuerpo de atleta (musculoso y fornido). Sin embargo, el pegote del gel agominado en el pelo fue - por meses - un impedimento mayúsculo para que aflorara cualquier tipo de sentimiento amoroso en mí. También, me daba pudor que la gente me viera con un hombre que mide - y no exagero- medio metro más que yo. Él era para mí, entonces, un monumento al ridículo, un obelisco en la plaza municipal de una ciudad en los suburbios. 
Con el tiempo fue cambiando su estilo, se deshizo de algunas prendas de vestir y las cambió por otras - compradas por mí, obvio-. Recnozco que hizo un notorio esfuerzo por adaptar su imagen a mis preferencias. Incluso, se despidió de unos exóticos zapatos de punta cuadrada y de una escandalosa camisa de plumetí - que tuvo el descaro de usar en nuestra primera cita-. Algunas de sus ropas me parecían extravagantes, como una rareza de muy mal gusto difícil de adquirir. 
A otras me acostumbré - o resigné-. Como dije, Filomeno pudo haber sido el amor de mi vida y no lo fue. Luego de haber sorteado varios obstáculos estéticos, en un proceso de negociación ardua y agotadora, me vi envuelta en sus brazos como una doncella en una torre de porcelana fría. Tengo que admitir que durante ese intenso y breve romancce, mis días se volvieron un espectáculo musical en tono de comedia rosa. Dejó de importar el desempleo, la inflación y el tránsito: taxistas y colectiveros danzaron y entonaron esperanzadoras canciones de amor junto a floristas y linyeras, en una secuencia rítmica y coreográfica que duró casi tres meses. ¡Ah, la vida era maravillosa entonces! ¿Para qué negarlo?
Nos queríamos, sí. Pero pasó algo. Quizá, esa cuestión que sucede de cara a la realidad cuando dos empiezan a frecuentarse y los defectos ajenos crispan a borbotones, como pochocolos en una olla a presión. Pasó la rutina y la convivencia, y toda una serie de hábitos sociales y tradiciones familiares, que hicieron de nosotros la versión realista de "La dama y el vagabundo" - en la que los perros se gruñen por las albóndigas-.      
Aburrido. Su compañía empezó a causarme un tedio comparable únicamente al estupor soporífero de un trámite bancario. ¿Por qué? Digamos que Filomeno es el tipo de persona que habla poco y yo la clase de mujer que habla mucho. Eso no sería importante al efecto de lo que sucedió con sus billetes, excepto por el hecho de que llegó a irritarle mi excesiva capacidad de habla. Y a mí, su silencio monástico. En particular, eso me molestaba más que nada durante la cena: noche tras noche, el tenedor aplastando o pinchando o revolviendo la comida en un repicar agobiante contra el plato. Hasta que no pude sostenerlo más.
La relación se fue a pique. Se hundió como un destructor en la Segunda Guerra Mundial, a causa de ésas y otras hostilidades que dieron lugar a un conflicto en escalada. Traté de que cesara por todas las vías pacíficas. Pensé en cuestiones prácticas que pudieran mejorar nuestra dinámica cotidiana como cambiar la luminaria por luces más cálidas, mudar el comedor al living, dejar de cenar tarta de espinaca los martes, etc. Nada parecía funcionar, hasta que, por fin, tuve una idea brillante. 

¿Qué te parece si tomamos unas vacaciones? 
- ¿A dónde? 
- A Chile. 

Era el lugar indicado para firmar el tratado de paz que nos devolvería la dicha. Filomeno creyó que veranear con su hija era una muestra de voluntad de parte. Que empezáramos a funcionar con la lógica de una familia me pareció una clara declaración de intenciones. Hacía casi un año que vivíamos - prácticamente- en mi casa, pero él seguía recibiendo a su hija los domingos en lo de sus padres, y yo resolvía mi soledad dominical con crucigramas y revistas de moda. Ese viaje sería, entonces, como la masilla que rellenara los agujeros forjados en las paredes estructurales de nuestra relación. 
Bienaventurados. Los tres nos lanzamos en búsqueda del Edén. Y la dicha duró lo que una manzana - o un helado-. 

- Helenita, por favor dame el papel que arrojaste al piso. Cuando encontremos un tacho de basura lo tiramos. ¿Dale? - Le dije a la nena que había arrojado el envoltorio al suelo. 
- No le hables con ese tono a mi hija. - Me dijo con ira. 
- ¿Cómo? - Pregunté. 
- ¡Ni se te ocurra volver a hablarle con ese tono a mi hija! - Insistió, enfurecido. 

Más o menos así empezó la conversación que terminó conmigo comprando un ticket  de avión de vuelta, previa llamada telefónica a mi mejor amiga - un 31 de diciembre- para escupirle todo el melodrama y rogarle que fuera a buscarme al aeropuerto a la mañana siguiente. 
Volví con mis 52 kilos de frustración, arrastrando una enorme valija hasta que subí al auto. La estrategia había fracasado. Tenía que aceptarlo: la historia con Filomeno había llegado a su término. 
Pero no al final en el cual - ya lo saben- le robé el fajo de billetes. En esta instancia  entramos en una suerte de cuarto intermedio, algo así como un final que antecede al verdadero final (cuando el espectáculo llega a su desenlace, se cierran los telones y el público aplaude).
Dudo de que en algún momento puedan aplaudir. ¿Qué pasó? A los pocos días se disculpó. Me explicó que era la primera vez que su hija convivía con otra mujer que no fuera su madre y que las circunstancias lo habían desbordado. Nos reconciliamos. Regresamos al tintineo recalcitrante de los cubiertos, a la falta de diálogo y al mal sexo. 
También a eso. El sexo era pésimo. ¡Pé-si-mo! Que quede claro. Más que malo. ¿Los motivos? Filomeno demandaba en forma permanente la satisfacción de todas sus necesidades físicas. Y créanme que, tratándose de un sujeto con más de dos metros de altura, había mucha cuestión que abastecer. Lo que al principio había sido placentero se transformó en una obligación diaria, agotadora y alienante. 


- ¡Sos una egoísta!
- ¿Yo soy la egoísta?
- Sí, vos.


          Roces y más roces. Las sensibilidades marcharon a la orden del día - y de la noche-. La vida con Filomeno se convirtió en un quehacer de tiempo completo. Y me aboqué a él con dedicación - abnegación - absoluta por unos meses, en los que no hubo más que el molesto chillido del tenedor. 
Volví a pensar. Faltaban pocas semanas para su cumpleaños. "¿A quién no le gusta ser anfitrión?", me pregunté. Organizar una celebración nos consumiría suficiente tiempo y energía como para dejar rencillas de lado. Pasaríamos los próximos días ocupados en la planificación del festejo, que - por supuesto - tendría mi sello personal: sería a lo grande. Brillo, lentejuelas, hombres lanzafuego, acróbatas y malabaristas en el enorme jardín de sus padres convertido en un espacio que recrearía una fiesta norteamericana de los años´20, con una o dos bandas de jazz, comida y bebida de lujo, una torta temática con forma de Ford T y - ¿Por qué, no? - fuegos artificiales. 
Obvio que tuve que tachar del listado los ítems más originales porque - según Filomeno- no había presupuesto para delirios y excentricidades. 


- Cuidemos el mango, que cuesta ganarlo - Me despedí del glamour y de las serpentinas doradas-. El ahorro es la base de la fortuna. 
    
    Filomeno se repite a sí mismo - y a quien quiera oírlo - la máxima keynesiana como un mantra. ¿La razón? Luego de su divorcio y de regreso a lo de sus padres, se propuso juntar peso por peso hasta comprar otro departamento en Capital. Esta vez, ciento por ciento propio. Así fue que, con espíritu franciscano, absteniéndose de todo lujo, juntó cada centavo hasta acumular la cuantiosa suma de dólares (que tenía escondidos adentro de una lata de dulce de membrillo, en el aparador de la cocina, en casa de sus padres). 
Algo demodé lo de la lata, sí. Cualquiera en su lugar hubiese abierto una cuenta bancaria, pero en lo que respecta a la economía del hogar, él lleva adelante una administración miope que hace que se le nuble a una la visión y no sepa si está frente a un hombre precavido o frente a un avaro. 
Elegí, entonces, robar sus billetes como un acto deliberado y consciente del daño que le iba a provocar. A veces, la manifestación del hartazgo en su forma más típica es el desprecio. Otras, la ira. 
Luego del festejo de cumpleaños, la idea de tomar su preciado botín - en sentido figurativo y literal- me asaltó como un pirata. Se me presentaba incluso en sueños como un cofre desbordante de alhajas y de oro, como una suerte de acontecimiento histórico de reparación en el que yo, con hazaña caballeresca, me convertiría en mi propia heroína. 
Esa noche - la del festejo- fue todo lo opuesto a un sueño. En tal caso, diría que fue más bien una de esas pesadillas, en las que todo parece muy placentero, hasta que no lo es, y cuando se esfumó la magia de Disney, me transformé en la Cenicienta y mi Príncipe Azul, borracho y violento como un soldado alemán en plenas Guerras Napoleónicas, me tomó por la cintura, e insinuó algo que no quise. 
La negativa desató un sainete de carácter tragicómico. Filomeno gritó y propinó una catarata de improperios que salieron de su boca a destajo, en un estado de frenesí equiparable únicamente al del orangután salvaje de "Los Crímenes de la calle Morgue".  
Entonces, su versión más primitiva - una que jamás había visto- se apoderó de él: tomó un palo de madera ancho y macizo que había sobre la parrilla. Lo empuñó como quien se dispone a hacer un mal irreparable. Sentí miedo, un temor hondo y paralizante, desde una pequeñez desnuda y expuesta ante un gigante colérico. Yo era Ann Darrow en la escena que descubre a King Kong, pero el primate ya era mi novio. 
Lo que siguió fue rápido: Filomeno salió a la calle y con la energía de un animal furioso, destrozó, en cosa de segundos, el capó y el parabrisas de mi auto - que estaba estacionado a unos metros de la puerta de entrada-. 
Me escapé tan rápido como pude. Agarré mis cosas y hui. Corrí unas diez - o quizá veinte - cuadras, en camisón y descalza -como una niña huérfana -. Cuando me detuve, me senté sobre el cordón de una vereda y lloré con profunda amargura. ¿Era desilusión? ¿Acaso la tristeza por un corazón roto? ¡No! Era bronca. Mucha bronca y amor propio. 
Me fui sola a casa. No sé ni cómo llegué. El domingo pasó - ironías de la vida - entre fotos y comentarios en Facebook: 
- Excelente fiesta. ¡Qué bien que lo pasamos! Emoji - estúpido - feliz. Me gusta, deshonesto, en respuesta. 


- Gran fiesta. Nos divertimos un montón!!!. 
- Gracias. Nosotros también. 


          No hay dudas: las redes sociales son un instrumento punzante y cotidiano de utilidad inigualable para herir egos lastimados. ¡Cuánta crueldad había en esos torpes mensajes de buena voluntad! Estaba en un brete. ¿Cómo iba a elaborar un discurso más o menos creíble -más o menos verosímil - para explicar la /las ruptura/s? ¿Qué palabras utilizaría para evitar los chismes? Apagué el celular. 
Llegó el lunes. De Filomeno, ni noticia. No tenía mensajes, ni correos, ni señales de vida. Intenté comunicarme con él vía telefónica. No atendió. Insistí sin éxito. Le escribí un mensaje por Whatsapp. Número bloquedo. 
El martes se fue sin novedades. Y el miércoles, sin lamentaciones. Ya habría ocasión para saldar deudas morales. Por lo pronto, tenía algo importante y urgente en qué pensar: cómo recuperar mi coche de su casa y -fundamentalmente - cómo reparar las roturas del vehículo, esquivando la pérdida monetaria y su consiguiente impacto en mi bolsillo. Lo primero era fácil. Lo segundo, no. 
Bien. ¿Con qué información contaba? Sabía que Filomeno iría, inexorablemente, a la concesionaria de motos en la que existe de 10 a 17:30 hs. También, que sus padres estaban en lo de unos parientes en Córdoba, desde hacía una semana, y que regresarían el viernes. Eso reducía mis posibilidades de acción a un día específico: el jueves. Contaba con un juego de llaves y conocía la clave de la alarma. Los dólares - ya lo dije - estaban en la lata de dulce de membrillo, en el aparador de la cocina. El plan era una obra de arte, el retrato de una criatura perversa y perfecta que se había gestado adentro mío. 
Y le di entidad. Lo hice nacer. Con la frialdad de un sicario, me dirigí al domicilio en la fecha estipulada. Había reparado en el tiempo que me tomaría cada acción y había elaborado un rosario de excusas, por si surgían imprevistos. Incluso, había detallado la ropa que usaría y otros elementos que serían necesarios. Admito que deshacerme de la fantasía de convertirme en una ladronzuela al estilo Hollywood no fue sencillo: la peluca rubia de corte carré, los anteojos negros, el sobretodo beige y la linterna fueron objeto de tentación hasta el último momento. Pero estaba a punto de cometer un ilícito y no podía fallar. Esto era, en su más estricto sentido, "Devoto o la gloria". Tenía que estar cómoda y liviana: jeans, zapatillas y una remera color pastel -que no llamara la atención de los vecinos -, era lo más adecuado. 
Cité a la grúa con la que trasladaría mi auto hasta el taller mecánico a las 11:30 am. Llegué media hora antes. Miré por encima del portón para comprobar que no hubiera nadie adentro. Con movimientos suaves, saqué de mi cartera unos guantes de látex -de esos que vienen en las cajas de tintura - abrí la cerradura y entré a la vivienda. Caminé hacia el fondo, con paso lento. Ingresé la combinación numérica 0502. ¡Ábrete sésamo! Escuché un ruido. Me detuve. Sonó mi celular. Una empleada de la aseguradora llamaba para dar aviso de que el servicio de grúa había arribado a la dirección. Fui a la cocina, abrí la lata, tomé el fajo de billetes y los guardé en mi cartera. Por último, dejé dentro del recipiente una nota impresa en computadora:
- Tengo tus dólares. No los quiero. Llamame cuando estés dispuesto a pagar los arreglos. 


          Lo demás siguió el curso que había imaginado. El viernes se acreditó en mi cuenta bancaria un monto de 80 mil pesos en concepto de "Reparaciones al auto". La transferencia, claro, la hizo Filomeno.