sábado, 15 de octubre de 2016

Nostalgia

Yo conozco esa sutileza
Que hay en tu mirada
Y sé que hay emociones
Difíciles de explicar.
Pero no es amor, amor,
Lo que te aqueja, 
Es la nostalgia que deja
Saber que se ha ido
Y lo has dejado pasar.

Clase de historia

No conocí a nadie interesante. Llegué tarde y me senté en un auditorio repleto de estudiantes. Me empapé. El frío era desagradable. Ninguna escena romántica prevista en el programa. Como dije, el clima era fastidioso y las callecitas de Monserrat estaban repletas de gente que se empujaba, alocada, para conseguir un espacio ventajoso en las veredas angostas y plagadas de paraguas. Tampoco pasé desapercibida, porque la conferencia había empezado hacía unos 20 minutos y los expositores - que estaban de frente al ingreso del salón- pudieron ver - desde una posición privilegiada- mi torpe y tardío arribo. 
Intenté con esmero sentarme en alguna butaca libre que estuviera más o menos cerca. No tuve éxito. Los espacios vacíos eran escasos, por lo que pedí "permiso" varias veces hasta desplomarme, con bártulos empapados y todo, en un asiento -que por fin- encontré disponible. Taché el ítem "entrar con disimulo" de mi block de notas. 
Ahí estaba yo: la grupie, la fan, la follower con cuaderno en mano dispuesta a anotar - a pié juntillas- el palabrerío de un orador, a quien desconocía y sin comprender porqué había acudido a esa charla. 
La conferencia parecía interesante, pero mi nivel de concentración era equiparable a la de una ameba: 
- ¡Está gordo! Es mejor si no levanto la vista así no hago contacto visual. Debo tener el pelo hecho un desastre. Ay, amiga, si estuvieras acá estaríamos riéndonos a carcajadas. Yo hubiera dicho alguna estupidez y vos hubieses largado una risotada violenta y bochornosa, que hubiera terminado con las dos afuera del aula y -por supuesto- con otra anécdota memorable para sumar a nuestro listado de historias "épicas". 
En vos se fueron varios pensamientos. Escribí tu nombre en mi cuaderno y una frase acerca de tus ojos, que apenas recuerdo.
Terminó la disertación y me acerqué a saludar:
- Hola. Muy buena la exposición. Felicitaciones - Fue un momento incómodo, de esos en los que uno miente con descaro y acaba por confirmar la sospecha de que está de más.
- Si querés, te espero y vamos a tomar un café-. 
Todavía estaba mojada y friolenta. Era de noche y quería que alguien me acompañara al auto.
Su respuesta fue la clásica respuesta de un clásico idiota:
- Tengo que ir a casa volando. 
Entonces, pensé: "Manejé más de 60 kilómetros en una tarde de lluvia torrencial y en tiempo récord, para ir a un simposio, del que me enteré a último momento - por que el Sr. Agenda Completa con papas y gaseosa se olvidó de avisarme con antelación-, ¿y no podés acompañarme a tomar un café?" 
Había una cuestión de asimetría en la relación y el desequilibrio era todo mío. 
Lo saludé. Me fui indignada, pero con un tipo particular de indignación: la que es provocada por la indiferencia. 
Tardé más de media hora en encontrar el bendito garage. Proliferé una catarata de insultos, me empapé (más) y gasté un dineral en el ticket de estacionamiento. Mientras manejaba de vuelta a casa, cansada y con miedo - por que la autopista era el Río de La Plata-, pensé: "Puede que nunca más vuelva a enamorarme como me enamoré de ése hombre. Pero el hombre del que me enamoré ya no existe".