martes, 14 de mayo de 2019

Las andanzas del Sr. Villari

 
-Jjjjjjjjjjj. Jjjjjjjj. Jjjjjjjjjjjjj
 
El Sr. Villari escupe la bola de pelos que tiene atorada en la garganta. La espeta sobre el sillón de terciopelo azul, en el que estuvo afilándose las uñas durante toda la mañana. 
Ahora, que llegó el medio día, el sol de mayo lo invita a pasear. Dispuesto como un intrépido cazador de aventuras, pega un salto y cruza su cuerpecito gris por entre medio de la reja de la ventana del living, que quedó semi abierta. Expectante, sale a la calle.  
El vecindario parece igual que siempre: el mismo paisaje de techos bajos dando sombra a los mismos habitantes. Emanuel, el zapatero de enfrente, mastica su sándwich habitual de jamón cocido y queso, mientras encola la suela de una bota con el taco vencido. Entre un bocado y otro, hace caso omiso al ladrido insoportable y agudo de Rufo (el salchicha chillón y malcriado que tiene de mascota). 
En letra imprenta mayúscula, sobre el vidrio y pintado en rojo, hay un letrero en la esquina que dice "Estudio Jurídico". Inmediatamente debajo de la inscripción, se ve la cabeza de la doctora Alejandra. En ella, un pelirrojo corto y crispado, un rostro sarpullido y unos ojos bravos, que contienen la furia de un toro de Sevilla.   
Del otro lado del ventanal, ya se escuchan los gritos de la leguleya, que discute con su exmarido por la cuota alimentaria:  
 
- Escúchame, querido, con la miseria que me pagás, tenés suerte de que no te haya iniciado una nueva demanda... Sí... Sí... Eeeeh, me importa un comino lo de tu madre y lo del taxi...
 
Sasha está sentada sobre la falda de Alejandra. Ambas llevan puesto un vestido violeta tejido a croché. El Sr. Villari mira a la gata persa con ínfulas de realeza, que también lo mira. Le resulta  odiosa -  ahora más que nunca-, que parece un ridículo un peluche de juguetería. Él la aborrece, quizás más, que a la dientuda de su dueña.
Sasha, también, lo detesta. Después de todo, él no es más que un viejo callejero, un buscavidas con algo de suerte y un fanfarrón.
Los ojos grandes y fijos de los felinos continúan encandilados varios segundos. Los interrumpe el agua de la alcantarilla, que salpica la vereda, tras el paso de un auto.
 
El Sr. Villari, empapado, yergue su espalda y se dirige hacia la rotisería de enfrente. 

 

- ¡Volá de acá, gato pulgoso! 
Lo increpa una malhumorada de cofia blanca, empuñando un escobillón - con una mano- y sacudiéndose la harina del delantal - con la otra-. ¿A dónde está Julio, el muchacho que hierve los menudos de pollo y se los tira, tan amablemente, en el rincón del patio? 
Raja. Pasa tan rápido que ni el rottweiler que viene a mitad de cuadra llega a divisar a qué árbol se trepa. Luego, un salto de distancia calculada y cae firme sobre la terraza que está encima de la farmacia. 
Nuevos inconvenientes: Héctor, el bóxer atigrado y baboso de Gustavo él farmacéutico, se despierta alterado de su cálida siesta y lo amenaza en ese cuadrilátero de la muerte. Las patas delanteras abiertas y clavadas sobre las baldosas negras, la mandíbula en estado de frenesí, el rabo quieto. 
El Sr. Villari se apresura. Corre hacia la bestia de mil dientes y ¡Zaz! Izquierda, derecha, izquierda. Un zarpazo tras otro, en una hazaña de valía incalculable, y huye. 
A salvo, sobre la acera, se oculta dentro de un contenedor de basura y, ¡Ufffff!, respira.  El olor es nauseabundo. 
- ¡Puaj! -   
Da un brinco afuera y otra vez, ¡la gloria!: una cucaracha voladora gorda y negra como una alpargata, camina histérica por el asfalto. 
La caza es instantánea. El insecto queda atrapado entre las garras y los colmillos del Sr. Villari. Las seis patas agónicas, se agitan durante unos instantes con torpeza y ¡Glug!. Adiós al aceitoso y crujiente invertebrado. El Sr. Villari se relame satisfecho (por el pequeño trofeo otorgado a sí mismo), se sacude el pedazo de ala marrón oscura semi rojiza, que tiene entre los bigotes, y vuelve a casa. 
Miriam, su dueña, estará pronto de regreso. Es inminente continuar con el plan que trazó hace varios días: huelga de hambre y fingidos cólicos sobre el sofá. Está dispuesto a ir a la veterinaria; a someterse a los tratamientos indicados - inyecciones o pastillas-, a aguantar lo necesario para cumplir su objetivo: la suspensión definitiva del alimento balanceado con gusto a cartón rancio y que le conviden, ¡Por fin, con una latita de atún!

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