viernes, 9 de agosto de 2013

El Cretino. Parte 1: La oficina

El Cretino mira por el enorme ventanal que da al río. Su oficina, en el piso 12 de las Torres Catalinas, podría estar ubicada en Puerto Madero, en el microcentro o en cualquier otra parte de Buenos Aires en donde una multinacional operaría. Piensa que está próximo el cierre de planillas, y que la gente de logística aún no le ha mandado los balances del sector. También, en algunos proyectos para presentarle al gerente de márketing y la manera más sutil de barrerle el piso al subgerente de la compañía. Así es el Cretino, un verdadero cretino, y tanto que lo es que ni siquiera importa su nombre. Solo diré, para que se ilustre el relato, que el Cretino es un profesional ambicioso, un ingeniero industrial con una carrera brillante y como todos los cretinos de su especie, un yuppie.
Uno de sus dos celulares suena adentro del bolsillo interno del saco azul, colgado sobre el perchero de raíz de nogal que decora la puerta de su despacho. Atiende. Es Dolly. No la joven, alegre y hermosa Dolly que fue hace 30 años. Es la Dolly actual: la solterona y paciente secretaria del prominente imbécil del despacho contiguo, que ahora, del otro lado de la línea, tiene ganas de gritarle que sabe a la perfección lo que es un capuchino, y que ella se peinaba las canas cuándo él usaba pañales, así que, que por favor se ahorre la molestia de explicarle lo que es un capuchino. Además, lo llamó para preguntarle si quiere o no muffins, y no para escuchar toda esa cuestión de la crema y la canela que hay que pedir a parte. Está apurada, tiene que pasar por el banco para hacer un trámite personal y la cola en el Sturbucks es interminable.
Dolly conserva algo de la frescura de sus mejores años, cuando los ’70 la sorprendieron con un par de hojas en el patio trasero de la casa de algún filo, música de Vox Dei y pantalones Oxford. Dejó de encontrarse sexy hace mucho tiempo y hace mucho más que se siente asexuada. Nada la erotiza, excepto por la remota posibilidad de encontrarse con el Dr. Lafont, que con un golpe de suerte, por fin, sería viudo.  
Dolly y el Dr. Lafont vivían uno enfrente del otro en el barrio de Boedo, sobre la calle San Juan, cuando el Dr. Lafont no era doctor, sino Miguel y todavía no había conocido a Rosario, su esposa (o desgracia). Dolly odia a ésa zorra que le ganó de mano con una maniobra digna de una culebra: lo enroscó con un embarazo, del que Miguel, quien era un caballero, no pudo salir.
Dolly había sido novia de Miguel durante la secundaria, pero se distanciaron cuando a él lo llamaron para el Servicio Militar Obligatorio, que gracias a ciertas influencias de la familia Lafont, cumplió en el Círculo de Oficiales de la calle Quintana. Así, el cadete Lafont pasó más de seis meses con dos pasa tiempos obligatorios, que se alternaron durante los sábados y domingos: lustrar zapatos y limpiar las infinitas escaleras de mármol con jabón en pan. Fue castigado por su comportamiento irreverente hasta que logró acomodarse como monaguillo y hacer uso de las bondades que le otorgó la Santa Madre Iglesia; entre ellas, volver a su casa los fines de semana. Una de ésas noches, después de tantas otras de encierro, Miguel conoció a Rosario, mientras Dolly dormía. 
Luego del desengaño de Lafont, la mujer alquiló un departamento sobre la Av. Independencia y salió con unos cuantos idiotas, con varios se frecuentó y se desilusionó, en una secuencia interrumpida solo por algún viaje de índole profesional. Miguel, por su parte, pasó el próximo lustro entre mamaderas y libros de anatomía patológica, bacteriología y otras materias de igual densidad.
Muchos años después, cuando la madre de Dolly murió, se cortaron los lazos que quedaron entre ellos y se perdieron los rastros. Ella vendió la casa que heredó de sus padres y compró un dos ambientes, cerca de la oficina en donde trabaja de 9 a 18 hs, como asistente del Cretino.
Noc, noc. Entra. Le sirve el café, con el punto justo de crema y canela, con tres de edulcorante, con unas gotitas de vainilla (que él no pidió, pero que ella decidió agregar, casi como un capricho). El Cretino está ansioso, espera la llamada del Chino Pasman, uno de sus mejores amigos y socio, junto con otros dos paquetes del club de rugby, con quienes empezó hace un par de meses un microemprendimiento con el que están levantado guita en pala. La cuestión es que la cosa está funcionando en serio y el Cretino tiene en juego una cuantiosa suma que depende, como siempre, de un sí o de un no.
Dolly le pasa la llamada. La respuesta es favorable. El cliente está de acuerdo con los términos de la prestación y del pago. Pero no solo eso: ¡Tienen exclusividad de la obra! El anuncio de tal noticia podría ser el momento ideal para un evento institucional: no todos los días se atrapa un pez gordo y reforzar la identidad corporativa es clave. Así que, el Chino le dice que va a comunicarse con un par de contactos que tiene en los medios. ¡Cuánto más ruido, mejor! Es un gran negociante, pero ésta vez, llegó más lejos de lo que todos imaginan.
En el fondo, el Cretino no está impresionado. Sabe que tiene la vaca atada al nudo de la corbata. La vida es simple para él y tiene algo mucho más valioso que el dinero o el poder (o incluso que la conjunción de ambos), aquello que lo hace irresistible: éxito.
Ingresó a la Universidad de Buenos Aires al terminar el bachillerato. Había aprobado las materias del UBA XXI sin mayor dificultad, mientras otros perdían el tiempo en la organización de un viaje que requiere solo de dos elementos: esquís y alcohol.
En el tercer cuatrimestre de la facultad ya era ayudante en la Cátedra de Análisis Matemático I. Posteriormente, colaboró en otras asignaturas de la currícula, conoció chicas a rolete y practicó con ellas todo el sexo que pudo. El Cretino recuerda esos tiempos como momentos de gloria.  
Una vez recibido, no fue difícil convencer a su padre para que le financiara un posgrado y partió, muy a pesar de la disconformidad de la Sra. Madre del Cretino, a Massachusetts, donde pasó un año en el MIT. De vuelta en la Argentina, tardó menos de una semana en conseguir un empleo y menos de dos meses en ingresar a la compañía automotriz en donde siempre quiso trabajar.
Dolly lo escucha hablar del otro lado de la puerta. Aguarda a que corte para avisarle que tiene que ir al banco. Pero el Cretino, como otros tantos bienudos de doble apellido, tiene la costumbre de mezclar los negocios con la vida social, haciendo de cada bussines una misa de esponsales.
Por fin oye el ¡clack! Lo llama al interno y le avisa que debe pasar por el banco, están por cortarle la luz que ya venció hace un par de semanas. ¡Un caos, el pobre Bartolo -un basset fastidioso y destructor - podría quedarse a oscuras en cualquier momento! La mujer emprende camino hacia el Galicia, que queda a un par de cuadras, pero antes de salir, la ve. Sabe lo que está pasando. Lo observa en la comisura de su boca y en la forma en que juega con el cable del teléfono. Lo huele, lo palpa, lo percibe: el Cretino, otra vez, está seduciendo a la recepcionista de turno.   
A diferencia de la anterior, ésta es una chica delicada, suave, femenina. No como Andrea, una pelirroja despampanante, atrevida, sensual, con un escote exorbitante y los ojos verdes como una pantera. Andrea es ordinaria, pero de una forma divertida. Por eso, los hombres solo piensan en una cosa cuando la ven: quieren meter las narices en el medio de esas dos grandes siliconas, como lo hizo el Cretino, y gracias a lo cual, la mujer ascendió más posiciones de las que practicaron juntos. ¿Pero la nueva? … ¡Eso sí que sería una canallada! ¿Cómo no le da lástima meterse con esa chinita de Hersilia? A Dolly se le revuelve el estómago.
Valeria tiene 22 años y hace uno que está en Buenos Aires. Le costó adaptarse a la gran ciudad, sobre todo porque a Valeria, la vida en general le resulta complicada. Vino a la capital huyendo de una historia familiar demasiado engorrosa como para que la decisión de dejar su pueblo fuera consciente. Al llegar, se instaló en una residencia estudiantil sobre la calle Córdoba y al cabo de varios meses de búsqueda, consiguió en un call centerun trabajo mal pago y en un horario marginal, en donde pasó un año mientras cursó el ingreso de abogacía. Aprobó solo Ciencias Políticas, como quien dice, “a los ponchazos”. Con un par de billetes en el bolsillo, renunció a aquel antro con olor a pucho, en donde se sentía cada vez más explotada, y luego de participar de un arduo proceso de selección, consiguió el puesto de recepcionista, desde el cual ve entrar y salir a diario al Cretino. La city la fagocita, igual que el gusano blanco al maíz. Aún así, el pelo rubio, la piel trigueña y los ojos pardos, hacen de ella una belleza soberbia. Valeria es, para el Cretino, un caramelo de miel que hay que saborear despacio.
Dolly está en el banco. Como siempre, la espera es parte de su vida. Está cansada, empiezan a dolerle las piernas. Siente cada vez más pesadas las arañitas en las pantorrillas; por lo visto, el inmundo preparado de zanahoria y sábila que está tomando no le da resultados. Debería consultar con un flebólogo. ¡Cómo le duelen las piernas! La mujer de la ventanilla indica que pase el siguiente. ¡Por fin!, es su turno.  
El Cretino observa la hora en el Victorinox de maya metálica prendido a su muñeca; el cual, le indica que son casi la una de la tarde. Dolly no llega. Se fue por lo menos hace cuarenta minutos. La llama al celular. Un contestador le informa que el número al que desea comunicarse se encuentra inhabilitado para recibir su llamada. Quiere hablar con la recepcionista. El teléfono suena, suena, suena. Valeria está en el baño. En otro interno, la voz de Andrea.
Desde hace unas semanas que no se cruza con ella. No es casual. Los desencuentros empezaron cuando él se enteró de que “la colorada” iba a ser la asistente de Mato: el miserable, sexagenario, cuatro de copas, subgerente de marketing a quien tiene que borrar del mapa, o al menos, del organigrama. El Cretino cuelga ni bien la escucha. Hay cosas que no debe saber ni siquiera su propia sombra. No tiene definida la estrategia, pero algo está elucubrando y Andrea lo cazaría al vuelo. La mina es un águila.  
¡Parece que Dolly se dignó a regresar! ¿Pero qué puede decirle? Experimenta algún tipo de sentimiento afectivo por la mujer, una mezcla de ternura y lástima, la misma pena que sentiría por su madre si viviera en tan adversas circunstancias: vieja, soltera y con un perro abominable por única compañía. Por supuesto que la Sra. Madre del Cretino está muy lejos de encontrarse en tan desfavorables condiciones, y por suerte, es muy feliz casada con su padre: un ricachón con un par de miles de hectáreas en Corral de Bustos, gracias a las cuales provee – y proveyó- de significativas comodidades a la familia.
Dolly cree que es entretenido tratar –lidiar- con su jefe. Existe cierta complicidad entre ellos, y a decir verdad, se complementan bastante bien. El Cretino es un individuo compulsivo: adicto al trabajo, al orden, a la prolijidad, a la organización, a la limpieza, a la ortografía, a la puntualidad… a la perfección. Eso quiere decir, que el tipo es un rompe quinotos de tiempo completo, lo cual no le deja -a ella- margen para reflexionar sobre su vida, ni un segundo libre para deprimirse, ¡óptimo! Aunque, los viernes por la tarde –siempre es una de las últimas en fichar- la mujer sí que derrapa. Pero antes de que comience la debacle absoluta, la sempiterna derrota de los viernes, quizá tendrá la “dicha” de encontrarse en el ascensor con el vecino del 3 D –el de arriba-, quien la amenazará con hacerle una denuncia si no regala a Bartolo, ése animal del infierno al que debería cortarle las cuerdas vocales.
Bartolo destruye –muerde, rompe, desparrama, babea, moja, vuelca, ensucia, orina, e incluso, defeca- el departamento de Dolly, como un maratonista, en el menor tiempo posible, para que cuando su dueña llegue, encuentre el lugar hecho un basurero. ¡Esa es la venganza canina por más de cuarenta horas de abandono semanales!
Tal vez, es cierto que la mascota tiene algunos problemitas conductuales, pero es el entrañable compañero que la espera y que la ama, incluso, vieja como es. Por eso, al final de la jornada, cuando Dolly llega a su casa, limpia -con paciencia apostólica- el desastre que hizo Bartolo, mientras escucha las noticias en la tele. Se quita los zapatos y llena el primer medio vaso de la noche con hielo y Old Smuggler, un whisky barato y fortachón.
El Cretino necesita concentrarse en un informe que debe enviar de inmediato. Esperó el fin de semana para que los inoperantes de logística le mandaran una planilla de Excel, que recibió a primera hora del lunes, cuando él ya tendría que haber entregado los estados financieros del corriente ejercicio y las proyecciones para el siguiente. Está rabioso, le fastidia ver tanta ineficiencia junta. No entiende porqué tiene que correr contra reloj para salvar las papas de esa manga de inútiles, incompetentes, descerebrados. Resopla.
Bartolo estuvo toda la noche descompuesto con vómitos y más vómitos, por lo que Dolly empezó el día de la siguiente manera: limpió el río de comida masticada y bilis que flotaba en su cocina. Paró por lo menos ocho taxis para encontrar un alma caritativa que la llevara con el basset (el perro olía como el puerto de Mar del Plata en pleno enero). Tuvo que detenerse a retirar efectivo por un cajero automático, con el animal –al momento- diarreico, y el taxista proliferando una catarata de insultos y maldiciones a la mujer. Una vez en la veterinaria, el especialista dio el diagnóstico en un periquete: Bartolo se había intoxicado con un alimento en mal estado. Los canales secretores debajo del párpado estaban inflamados, así como el estómago, el intestino delgado y otros órganos del sistema digestivo. Lo más precavido era que el perro se quedara allí, hasta la tarde, para ver su evolución.
Dolly llega a la oficina. La travesía la demoró más de la cuenta y el Cretino echa espuma por la boca. Le pide – con seriedad solemne- que por favor haga diez impresiones de cada uno de los archivos que le hizo llegar vía mail, hace por lo menos media hora y que los ponga en un sobre membretado. La junta con los accionistas es a las tres y le falta armar el PowerPoint, con el que hará la presentación. Empieza a relamerse, le sobra confianza en sí mismo. Las cifras hablan lo que todos quieren oír, por lo cual, con una pequeña dosis de astucia, hará de las fieras unos leoncitos cirqueros. “Es pan comido”, se dice. 
Listo. Un trámite menos. Está orgulloso de lo bien que manejó la situación allí adentro. ¡Con qué muñeca maniobró! ¡Es un fórmula uno!  Es Nino Farina, Fangio y Luigi Fagioli, los tres juntos, corriendo en Alfa Romeo el campeonato mundial. En unos minutos va a contactarse con el Chino Pasman para chequear día y hora del contrato y ajustar detalles ulteriores. Por ahora, se merece unos instantes de relax. Quiere alguien que lo divierta: Valeria.
Las cosas empezaron a complicarse para la santafesina después de la primera carcajada. Lo que pasa es que es un descarado éste porteño, por eso la hace soltar esas risotadas. No puede negarlo, "¡El desgraciado es ocurrente!" ¡¿Cómo se atreve a mandarle esos mensajes por el Outlook?! ¡¿No sabe que la comprometería si alguien los leyera?! No quiere meter la pata. Escribe algo. Lo borra. Se muerde una uña. Pasa una hora, dos, tres. No le contesta. 
            ¡El enmascarado no se rinde! El Cretino sale de su oficina con una atípica dosis de adrenalina en sangre. Atraviesa el interminable pasillo que conduce a la recepción, donde está la mocita, quien con tremendas ínfulas no acusa recibo de sus correos electrónicos. Para el sujeto no hay peor cosa que ser ignorado, más si se trata de alguien de menor escalafón. La observa. La blusa blanca le queda tan sensual que quisiera arrancársela para lamerle los pechos frente a todos. Se contiene. Lo excita la idea de encontrar, en esa muñeca con rostro de primera comunión y piernas de María Magdalena, un adversario loable con quien jugar al gato y al ratón. ¿Tendrá que agudizar su ingenio, desplegar su creatividad para atrapar a la presa? ¡Excelente!  
            Valeria simula no verlo, pretende que el rollo del fax está atascado. Es de la gente que se abatata, balbucea, trastabilla… Es una pésima actriz. La delata el brillo en los ojos y la mueca ridícula que hace con las mejillas cuando una situación la toma por sorpresa. El Cretino apoya el brazo sobre su escritorio. Es imposible continuar fingiendo: el tipo devora su atención. Levanta la vista hacia él, con un lento recorrido que comienza por la manga de la camisa rallada hasta desembocar en la palma ancha y masculina. Habrá tiempo suficiente para focalizar en los dedos.
            Dolly recibe una llamada. Es Susana, su amiga de toda la vida, quien le propone tomar un cafecito, en el Havanna de Plaza San Martín, tipo seis y media. El incidente con Bartolo obliga a su ama a responder con una negativa, pues, debe retirar al can de la veterinaria. Susana insiste, quiere contarle un chisme jugoso. Ya se explayará, pero le anticipa que el Dr. Lafont es el Titular de la Cátedra de Toco/ Gineco de su hija, Catalina. ¡Creer o reventar! Miguel es Jesucristo resucitando entre los muertos. Dolly respira hondo, la noticia le cayó como un aguacero en una noche de julio. Por el momento, el perro pasará a segundo plano.





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