viernes, 9 de agosto de 2013

El Cretino. Parte 3: Del contenido

             Valeria no sabe qué hacer con la caja. Se pregunta qué habrá adentro. ¿Sería para ella o el Cretino la habría dejado sobre su escritorio para que la enviase como encomienda? ¿Podría ser tan idiota, el sujeto, de haberse olvidado de mandarle un mail con la dirección del destinatario? Demasiadas preguntas. Revisa la casilla de correo. No hay mensajes nuevos en la bandeja de entrada. Piensa que, tal vez, el Cretino ha decidido apostar más fuerte y llevar el coqueteo a un segundo estadio: puertas afuera de la oficina. Medita. Cree que dados los términos en que se encuentran las relaciones con el susodicho, un error interpretativo en la decodificación del gran mensaje-caja podría ser garrafal. Ella demostró su voluntad de no ceder ante los caprichos del Cretino, y en medio del actual clima de tensión que existe entre ambos, la acción psicológica resulta un elemento clave de desestabilización en la puja por el control de las emociones. En eso, el Cretino ha ganado terreno porque el enorme paquete que Valeria tiene frente a sus ojos, con certeza,  la desconcierta. Hasta el momento, no hay indicios que la hagan suponer que no se trata de un obsequio, aunque podría ser una broma. Como siempre, duda.
Valeria es un espíritu aguerrido. En ella se despliega el combate, la lucha, la contradicción de los opuestos; es algo así como Lenin y la emperatriz Alejandra Fiódorovna coexistiendo dentro de un mismo cuerpo. ¡Algo agotador! Le cuesta ponerse de acuerdo consigo misma porque, la mayoría de las veces, odia –con igual intensidad- todo cuanto ama o amó. Eso la hace alegre y triste, risueña y taciturna, Melpómene y Talía rasgándose las vestiduras por protagonizar una obra teatral que no define su género entre la tragedia y la comedia. Una vez, alguien la llamó “hiperbólica”, yo agregaría que es una persona enérgica, apasionada, inestable, emocional, creativa, altruista, insegura, ingenua, idealista, agresiva, desconfiada, vulnerable y enamoradiza. Es arrolladora, vital, fuerte, emprendedora, impulsiva, con un sentido del humor ácido; y por cierto, una rubia despampanante que, con una pequeña dosis de picardía, podría utilizar sus encantos para disuadir a todo un escuadrón de fusilamiento, al estilo Mata Hari. Solo que Valeria aún no se dio cuenta de eso.
Por ahora, sufre. Dejó atrás su pueblo porque necesitaba respirar, soltar las ataduras de un pasado espeso y pegajoso como un engrudo. Hubiera querido mudarse de país e incluso de planeta. No pudo, así que se conformó con poner más de setecientos kilómetros de distancia entre ella y Hersilia. La determinación fue abrupta. Valeria puede dar más vueltas sobre una idea que una pareja de tango en un salón de baile, pero cuando adopta una medida no hay figura que la haga pivotear. La muchacha tiene voluntad de hierro, y con esa firmeza de carácter, una mañana decidió que pondría coto a una vida plagada de insatisfacciones. Se dirigió a la estación de ómnibus, en donde averiguó el precio de los pasajes de las dos empresas de transporte de pasajeros que viajan hacia Capital Federal y compró un boleto para la madrugada siguiente. Pensó que ése era un buen lugar para una chica como ella: una lugareña que fantasea con aventurarse en las grandes ciudades. Hersilia no le ofrecía nada por lo que valiera la pena quedarse; por el contrario, la impulsaba a irse. Allí, la esperaba una existencia patética: se pondría fofa, amasaría fideos, se dejaría crecer el vello en las piernas y atendería críos que, con certeza, serían de distintos padres. De cualquier manera, estaba resuelta: debía –como un asunto de vida o muerte- experimentar un cambio radical y emprender la fuga.   
Llegó a su casa y encontró la escena de siempre: Elvira, su madre, roncaba en el sillón del living, en donde se había quedado dormida la noche anterior. Desde hacía años que esa imagen se repetía como la función de una compañía de circo empobrecida. Valeria no la culpaba por eso – sí la culpaba-, lo que le había ocurrido a Ricardo, su padre,  había sido un hecho fatídico, y cada miembro de la familia lo sobrellevaba como podía.  
Ricardo trabajó desde su juventud en una cooperativa telefónica que cayó en la ruina merced a una ordenanza del intendente, por la que se favoreció a una  multinacional de capital extranjero. Los cooperativistas no pudieron competir en el precio de la tarifa y se vieron obligados a cerrar. Uno de los asociados, Manuel Zabala, le comentó que el encargado de La Bataraza había renunciado y que se buscaba el reemplazo. Ricardo pensó que sería una buena oportunidad para cortar la racha y dedicarse a lo que era su pasión: el campo.
La Bataraza era la estancia de los Ortiz, un latifundio de nueve mil hectáreas en Sunchales, que había sido propiedad del viejo Don Laureano, y que heredó Don Laureano Avelino –el hijo-, y a su término, Don Laureano Lucrecio –el nieto-. El caso es que Don Laureano III, era un borracho pendenciero y para nada respetable, a quien la gente le temía por que tenía dinero en exceso y porque se sabía que andaba en negociados con las autoridades locales. Cuando Ricardo fue a verlo, le pareció que el sujeto tenía más fama de la que se merecía, y encontró amena la charla con él durante el recorrido por la hacienda, infestada de vacunos de engorde. El estanciero era entrador cuando se lo proponía, y como era un viejo zorro, se dio cuenta a simple vista de que tenía enfrente al candidato perfecto para el empleo: un tipo arremetedor e ingenuo. Ortiz le propuso una oferta tentadora, le dijo que le duplicaría el monto de su salario anterior, y que se tomara unos días para pensarlo. Le aconsejó que lo charlara con su señora, ya que desde Sunchales a Hersilia hay casi dos horas de auto, y lo más probable era que volviera a su casa sólo los fines de semana.
Elvira no quiso saber ni jota acerca del ofrecimiento. Le advirtió lo que se decía de Don Laureano: que no era “trigo limpio”, y que algo de cierto habría porque “cuando el río suena, piedras trae”. Se lo explicó de todas las maneras posibles, pero Ricardo era testarudo y no la escuchó. El hombre, que entendía menos de psicología que una vizcacha de ecuaciones algebraicas, pensó que su mujer solapaba sus propios miedos en los comentarios de la gente, que era un asunto de celos u otra estupidez que se pasaría con el correr del tiempo.
Trabajó para Oritíz algo más de un año, cuando empezó a considerar la posibilidad de presentar la renuncia y buscar otra cosa. Hacía bastante que sospechaba que eran ciertos los rumores de que su patrón andaba en manejos turbios con alguien de muy mala calaña, y que había hecho pésimo en desoír las advertencias de su esposa. Por el momento, convendría que Elvira no se enterara de sus planes: para ella sería un disgusto sacrificar el nuevo estatus de freezer lleno y plan de cuotas para cambiar el Fiat Duna. Por fin habían solucionado las urgencias: adiós a los pedidos de comida fiada en los almacenes del pueblo, la ropa zurcida y las cuentas impagas. No era justo que tras un breve momento de tranquilidad, el bienestar se esfumara.
Sin embargo, en el ambiente de La Bataraza había un olor putrefacto. A Don Laureano se lo veía tenso, más nervioso que de lo habitual. Una noche discutió por teléfono con Tito Guzmán, un gordo inescrupuloso que manejaba los prostíbulos de la zona, y otras cuestiones non sanctas. Ortíz se había bebido un Dóm Perignon - y tenía intenciones de descorchar el segundo- cuando recibió la llamada. Hacía rato que el dueño de La Bataraza se trenzaba con el tal Tito por una deuda que el uno imputaba al otro, y por la que ambos se medían como dos gallos de riña. La conversación fue áspera, hubo insultos e intimidaciones:
- Si la plata no aparece rápido, te tiro a una zanja. ¿Éntendiste? - lo amenazó Guzmán. 
Pero Don Laureano no creyó que la sangre llegaría al río y le contestó que “con él nadie se hacía el guapo”. Creyó que Guzmán no tendría agallas para enfrentarse cara a cara con un Ortiz. Se equivocó. Al rato, escuchó el motor de un vehículo que se acercaba al casco. Era la camioneta de Guzmán. El tipo estaba armado y dispuesto a matarlo. Hubo más gritos. Ricardo, que dormía en un modesto chalet cerca de la casa principal, se despertó y salió de inmediato para ver qué ocurría. Entraba al vestíbulo cuando escuchó el primer disparo. Unos segundos más tarde, el otro. Corrió hacia el living, en donde vio a Don Laureano muerto, con un tiro en el tórax y otro en el pulmón. Una tercera bala impactó en su sien, por lo que Ricardo falleció casi en el acto. Lo que siguió fue un escándalo de peritos y fiscales comprados por la gente de Guzmán, dos cuerpos inhumados, una causa penal archivada sin mayores explicaciones y amenazas telefónicas que destrozaron los nervios de una viuda deprimida y en pánico.
            Valeria conserva dos imágenes del velorio de su padre, ambas tan deplorables que las borraría de su cabeza si pudiera acceder a las técnicas del Dr. Mierzwiak, el especialista al que acuden los personajes en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. La primera en eliminar sería la del desfile de chusma - parentela, allegados y conocidos- persignándose al pasar cerca del cajón cerrado y dando el pésame a Elvira al circular hacia la salida. La segunda que, con certeza, quitaría de su memoria es la de su madre atónita, bajo los efectos de un suculento cóctel de ansiolíticos y antidepresivos, sentada en el sillón de cuero verde, ubicado al costado de la sala, del que jamás se volvió a levantar. Valeria lidió durante años con el drama de la muerte de Ricardo, pero la depresión en la que cayó Elvira fue como la gota china: un tormento lento e incisivo.
Con el ticket en la mano no tuvo demasiado que considerar, excepto cuál sería la forma menos dolorosa de decirle a su madre que abandonaría Hersilia. Caminó unas treinta cuadras hasta llegar a su casa, mientras resolvía – no sin culpa- que convendría con Elvira sobre la conveniencia de mudarse a Capital, toda vez que hubiera una razón que lo justificara. Si ese motivo, único y posible, existía era la idea de que estudiara en la universidad. Así fue que le dijo que había comprado un boleto para viajar a Buenos Aires con la esperanza de inscribirse en el ingreso de – lo primero que le vino a la mente- abogacía; y que se había puesto en contacto con su tía Alicia, la hermana de Ricardo, quien la hospedaría en su casa.  
Rubia y corpulenta, de unos cuarenta y pico, la tía más joven de la muchacha, trabajaba como organizadora de eventos para una importante cadena hotelera. Era madre de dos mocosos insufribles de malcriados y esposa de un simpático contador, Mauricio, con quien había comprado una prometedora propiedad en Quilmes. Ahí, todos – excepto ella- tenían la vida organizada: Mauricio atendía a su clientela en un estudio ubicado a la vuelta de su casa y los chicos iban a un colegio que quedaba tan cerca que ni siquiera había que llevarlos en auto. Alicia, en cambio, tenía que atravesar un incómodo trayecto para llegar a su empleo, pero soportaba el trajín cotidiano porque sentía una profunda gratificación en su desarrollo profesional. Sobre todo, porque el ambiente laboral era muy agradable y el hecho de que no tuviera un superior inmediato le daba cierta autonomía para planificar su agenda a piacere. En todo caso, Alicia tenía que rendirle cuentas al gerente general, un tipo demasiado ocupado y con poco interés en descuidar sus tareas para pisarle los talones a una mujer que se desenvolvía con éxito en su trabajo y por la que sentía alguna simpatía.
Tía y sobrina se parecían bastante: una sonrisa espléndida, la cualidad de hacer reír hasta a los muertos, carácter de general y una manerita dulce en el trato. Ambas estaban hechas de - como se dice- “buena madera”, y no tenían nada que les hubiera venido de arriba, sino que se habían hecho a sí mismas a fuerza de aguantar los trapos cuando todo iba de culo, lo cual sucedía con frecuencia. Sin embargo, Valeria era como una parodia de Alicia porque, si bien compartían varios rasgos de personalidad, en Alicia las virtudes y los defectos no eran tan extremos por dos razones: la más obvia era la edad, porque el tiempo lima el carácter como el viento a la roca áspera. La segunda, era la vida misma. “Soldado que huye sirve para otra guerra”, pensaron las dos llegado el momento de decidir entre el pueblo y la ciudad, y una y otra tuvieron el coraje de enfrentar sus propios miedos, que son los fantasmas con los que convivimos a diario. Alicia sabía algo del temor, porque se había licenciado en psicología, y porque se había criado en un ambiente dominado por el genio masculino de tres hermanos mayores, cachorros de bestias capaces de acuchillarse por un pedazo de dulce de batata. Alicia sabía bien lo que era el miedo: convivió con él durante años en esa familia de desquiciados en la que experimentó el darwinismo más crudo. Nunca quiso ser psicóloga, sino que fue a buscar en la teoría una explicación que le sirviera para comprender las causas del comportamiento humano; porque al parecer, los individuos que integraban su estirpe respondían a un patrón caótico, al que la mayoría de las veces, vinculaba con factores genéticos. Ahora, ríe al recordar aquellos tiempos, y cuánto quisiera que las agujas del reloj giraran hacia atrás para ver a sus hermanos luchando con palos y piedras por el último buñuelo. Alicia tuvo una adolescencia forjada a puro instinto de supervivencia; a Valeria le pasó un tsunami por encima. Salvando las diferencias entre un padre y un hermano, las dos habían perdido a Ricardo.
Ese era el tema del que nadie hablaba en casa de Alicia. Menos, en presencia de Valeria. Quizá, porque no sabían qué hacer o qué decir ante tremenda injusticia, o porque no existe un manual introductorio al sufrimiento que describa los pasos a seguir frente a una situación crítica. Lo cierto, es que la chica percibía el silencio como una gran hipocresía, como si todos los habitantes del mundo se hubieran reunido en una mega cumbre internacional con el objeto de convenir que la actitud más apropiada a tomar ante el dolor era pretender que no existía. Tampoco angustia, miseria o infelicidad. Si bien la hipótesis era ridícula, durante muchos años Valeria no encontró otra que diera respuesta a la pregunta de porqué el nombre de Ricardo se había vuelto para los suyos una suerte de palabra impúdica de la que debían cuidarse de pronunciar. 
            Esa situación carrasposa empezó a generar fricción en el trato diario entre tía y sobrina, por lo que Valeria aceleró cuanto pudo la mudanza a la residencia estudiantil en donde vive. Hoy, mantiene una relación excelente con Alicia, y cada vez que pueden almuerzan en un barcito simpático y céntrico, en donde pasan revista de las últimas novedades del Cretino, comparten anécdotas y hablan, con mayor frecuencia de Ricardo. 

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