Valeria es un espíritu aguerrido. En ella se
despliega el combate, la lucha, la contradicción de los opuestos; es algo así
como Lenin y la emperatriz Alejandra Fiódorovna coexistiendo dentro de un mismo
cuerpo. ¡Algo agotador! Le cuesta ponerse de acuerdo consigo misma porque, la
mayoría de las veces, odia –con igual intensidad- todo cuanto ama o amó. Eso la
hace alegre y triste, risueña y taciturna, Melpómene y Talía rasgándose las
vestiduras por protagonizar una obra teatral que no define su género entre la
tragedia y la comedia. Una vez, alguien la llamó “hiperbólica”, yo agregaría
que es una persona enérgica, apasionada, inestable, emocional, creativa,
altruista, insegura, ingenua, idealista, agresiva, desconfiada, vulnerable y
enamoradiza. Es arrolladora, vital, fuerte, emprendedora, impulsiva, con un
sentido del humor ácido; y por cierto, una rubia despampanante que, con una
pequeña dosis de picardía, podría utilizar sus encantos para disuadir a todo un
escuadrón de fusilamiento, al estilo Mata Hari. Solo que Valeria aún no se dio
cuenta de eso.
Por ahora, sufre. Dejó atrás su pueblo porque necesitaba
respirar, soltar las ataduras de un pasado espeso y pegajoso como un engrudo. Hubiera
querido mudarse de país e incluso de planeta. No pudo, así que se conformó con
poner más de setecientos kilómetros de distancia entre ella y Hersilia. La
determinación fue abrupta. Valeria puede dar más vueltas sobre una idea que una
pareja de tango en un salón de baile, pero cuando adopta una medida no hay
figura que la haga pivotear. La muchacha tiene voluntad de hierro, y con esa
firmeza de carácter, una mañana decidió que pondría coto a una vida plagada de
insatisfacciones. Se dirigió a la estación de ómnibus, en donde averiguó el
precio de los pasajes de las dos empresas de transporte de pasajeros que viajan
hacia Capital Federal y compró un boleto para la madrugada siguiente. Pensó que
ése era un buen lugar para una chica como ella: una lugareña que fantasea con
aventurarse en las grandes ciudades. Hersilia no le ofrecía nada por lo que
valiera la pena quedarse; por el contrario, la impulsaba a irse. Allí, la
esperaba una existencia patética: se pondría fofa, amasaría fideos, se dejaría
crecer el vello en las piernas y atendería críos que, con certeza, serían de
distintos padres. De cualquier manera, estaba resuelta: debía –como un asunto
de vida o muerte- experimentar un cambio radical y emprender la fuga.
Llegó a su casa y encontró la escena de siempre: Elvira,
su madre, roncaba en el sillón del living, en donde se había quedado dormida la
noche anterior. Desde hacía años que esa imagen se repetía como la función de
una compañía de circo empobrecida. Valeria no la culpaba por eso – sí la
culpaba-, lo que le había ocurrido a Ricardo, su padre, había sido un hecho fatídico, y cada miembro
de la familia lo sobrellevaba como podía.
Ricardo trabajó desde su juventud en una
cooperativa telefónica que cayó en la ruina merced a una ordenanza del
intendente, por la que se favoreció a una
multinacional de capital extranjero. Los cooperativistas no pudieron
competir en el precio de la tarifa y se vieron obligados a cerrar. Uno de los
asociados, Manuel Zabala, le comentó que el encargado de La Bataraza había renunciado
y que se buscaba el reemplazo. Ricardo pensó que sería una buena oportunidad
para cortar la racha y dedicarse a lo que era su pasión: el campo.
La
Bataraza era
la estancia de los Ortiz, un latifundio de nueve mil hectáreas en Sunchales, que
había sido propiedad del viejo Don Laureano, y que heredó Don Laureano Avelino
–el hijo-, y a su término, Don Laureano Lucrecio –el nieto-. El caso es que Don
Laureano III, era un borracho pendenciero y para nada respetable, a quien la
gente le temía por que tenía dinero en exceso y porque se sabía que andaba en
negociados con las autoridades locales. Cuando Ricardo fue a verlo, le pareció
que el sujeto tenía más fama de la que se merecía, y encontró amena la charla con
él durante el recorrido por la hacienda, infestada de vacunos de engorde. El
estanciero era entrador cuando se lo proponía, y como era un viejo zorro, se
dio cuenta a simple vista de que tenía enfrente al candidato perfecto para el
empleo: un tipo arremetedor e ingenuo. Ortiz le propuso una oferta tentadora,
le dijo que le duplicaría el monto de su salario anterior, y que se tomara unos
días para pensarlo. Le aconsejó que lo charlara con su señora, ya que desde
Sunchales a Hersilia hay casi dos horas de auto, y lo más probable era que volviera
a su casa sólo los fines de semana.
Elvira no quiso saber ni jota acerca del
ofrecimiento. Le advirtió lo que se decía de Don Laureano: que no era “trigo
limpio”, y que algo de cierto habría porque “cuando el río suena, piedras trae”.
Se lo explicó de todas las maneras posibles, pero Ricardo era testarudo y no la
escuchó. El hombre, que entendía menos de psicología que una vizcacha de ecuaciones
algebraicas, pensó que su mujer solapaba sus propios miedos en los comentarios
de la gente, que era un asunto de celos u otra estupidez que se pasaría con el
correr del tiempo.
Trabajó para Oritíz algo más de un año, cuando
empezó a considerar la posibilidad de presentar la renuncia y buscar otra cosa.
Hacía bastante que sospechaba que eran ciertos los rumores de que su patrón
andaba en manejos turbios con alguien de muy mala calaña, y que había hecho
pésimo en desoír las advertencias de su esposa. Por el momento, convendría que
Elvira no se enterara de sus planes: para ella sería un disgusto sacrificar el nuevo
estatus de freezer lleno y plan de
cuotas para cambiar el Fiat Duna. Por fin habían solucionado las urgencias:
adiós a los pedidos de comida fiada en los almacenes del pueblo, la ropa
zurcida y las cuentas impagas. No era justo que tras un breve momento de
tranquilidad, el bienestar se esfumara.
Sin embargo, en el ambiente de La Bataraza había un olor
putrefacto. A Don Laureano se lo veía tenso, más nervioso que de lo habitual. Una
noche discutió por teléfono con Tito Guzmán, un gordo inescrupuloso que
manejaba los prostíbulos de la zona, y otras cuestiones non sanctas. Ortíz se había bebido un Dóm Perignon - y tenía intenciones de descorchar el segundo- cuando
recibió la llamada. Hacía rato que el dueño de La Bataraza se trenzaba con
el tal Tito por una deuda que el uno imputaba al otro, y por la que ambos se
medían como dos gallos de riña. La conversación fue áspera, hubo insultos e
intimidaciones:
- Si la plata no aparece rápido, te tiro a una zanja. ¿Éntendiste? - lo
amenazó Guzmán.
Pero Don Laureano no creyó que la sangre llegaría al río y le contestó que “con él nadie se hacía el guapo”. Creyó que Guzmán no tendría agallas para enfrentarse cara a cara con un Ortiz. Se equivocó. Al rato, escuchó el motor de un vehículo que se acercaba al casco. Era la camioneta de Guzmán. El tipo estaba armado y dispuesto a matarlo. Hubo más gritos. Ricardo, que dormía en un modesto chalet cerca de la casa principal, se despertó y salió de inmediato para ver qué ocurría. Entraba al vestíbulo cuando escuchó el primer disparo. Unos segundos más tarde, el otro. Corrió hacia el living, en donde vio a Don Laureano muerto, con un tiro en el tórax y otro en el pulmón. Una tercera bala impactó en su sien, por lo que Ricardo falleció casi en el acto. Lo que siguió fue un escándalo de peritos y fiscales comprados por la gente de Guzmán, dos cuerpos inhumados, una causa penal archivada sin mayores explicaciones y amenazas telefónicas que destrozaron los nervios de una viuda deprimida y en pánico.
Pero Don Laureano no creyó que la sangre llegaría al río y le contestó que “con él nadie se hacía el guapo”. Creyó que Guzmán no tendría agallas para enfrentarse cara a cara con un Ortiz. Se equivocó. Al rato, escuchó el motor de un vehículo que se acercaba al casco. Era la camioneta de Guzmán. El tipo estaba armado y dispuesto a matarlo. Hubo más gritos. Ricardo, que dormía en un modesto chalet cerca de la casa principal, se despertó y salió de inmediato para ver qué ocurría. Entraba al vestíbulo cuando escuchó el primer disparo. Unos segundos más tarde, el otro. Corrió hacia el living, en donde vio a Don Laureano muerto, con un tiro en el tórax y otro en el pulmón. Una tercera bala impactó en su sien, por lo que Ricardo falleció casi en el acto. Lo que siguió fue un escándalo de peritos y fiscales comprados por la gente de Guzmán, dos cuerpos inhumados, una causa penal archivada sin mayores explicaciones y amenazas telefónicas que destrozaron los nervios de una viuda deprimida y en pánico.
Valeria conserva dos imágenes
del velorio de su padre, ambas tan deplorables que las borraría de su cabeza si
pudiera acceder a las técnicas del Dr. Mierzwiak, el especialista al que
acuden los personajes en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. La primera en eliminar sería la del desfile
de chusma - parentela, allegados y conocidos- persignándose al pasar cerca del
cajón cerrado y dando el pésame a Elvira al circular hacia la salida. La segunda
que, con certeza, quitaría de su memoria es la de su madre atónita, bajo los
efectos de un suculento cóctel de ansiolíticos y antidepresivos, sentada en el
sillón de cuero verde, ubicado al costado de la sala, del que jamás se volvió a
levantar. Valeria lidió durante años con el drama de la muerte de Ricardo, pero
la depresión en la que cayó Elvira fue como la gota china: un
tormento lento e incisivo.
Con el ticket en la mano no tuvo demasiado que
considerar, excepto cuál sería la forma menos dolorosa de decirle a su madre
que abandonaría Hersilia. Caminó unas treinta cuadras hasta llegar a su casa,
mientras resolvía – no sin culpa- que convendría con Elvira sobre la
conveniencia de mudarse a Capital, toda vez que hubiera una razón que lo
justificara. Si ese motivo, único y posible, existía era la idea de que estudiara
en la universidad. Así fue que le dijo que había comprado un boleto para viajar
a Buenos Aires con la esperanza de inscribirse en el ingreso de – lo primero
que le vino a la mente- abogacía; y que se había puesto en contacto con su tía
Alicia, la hermana de Ricardo, quien la hospedaría en su casa.
Rubia y corpulenta, de unos cuarenta y pico, la
tía más joven de la muchacha, trabajaba como organizadora de eventos para una
importante cadena hotelera. Era madre de dos mocosos insufribles de malcriados
y esposa de un simpático contador, Mauricio, con quien había comprado una
prometedora propiedad en Quilmes. Ahí, todos – excepto ella- tenían la vida
organizada: Mauricio atendía a su clientela en un estudio ubicado a la vuelta
de su casa y los chicos iban a un colegio que quedaba tan cerca que ni siquiera
había que llevarlos en auto. Alicia, en cambio, tenía que atravesar un incómodo
trayecto para llegar a su empleo, pero soportaba el trajín cotidiano porque
sentía una profunda gratificación en su desarrollo profesional. Sobre todo, porque
el ambiente laboral era muy agradable y el hecho de que no tuviera un superior
inmediato le daba cierta autonomía para planificar su agenda a piacere. En todo caso, Alicia tenía
que rendirle cuentas al gerente general, un tipo demasiado ocupado y con poco
interés en descuidar sus tareas para pisarle los talones a una mujer que se
desenvolvía con éxito en su trabajo y por la que sentía alguna simpatía.
Tía y sobrina se parecían bastante: una sonrisa
espléndida, la cualidad de hacer reír hasta a los muertos, carácter de general y
una manerita dulce en el trato. Ambas estaban hechas de - como se dice- “buena
madera”, y no tenían nada que les hubiera venido de arriba, sino que se habían
hecho a sí mismas a fuerza de aguantar los trapos cuando todo iba de culo, lo
cual sucedía con frecuencia. Sin embargo, Valeria era como una parodia de
Alicia porque, si bien compartían varios rasgos de personalidad, en Alicia las
virtudes y los defectos no eran tan extremos por dos razones: la más obvia era
la edad, porque el tiempo lima el carácter como el viento a la roca áspera. La
segunda, era la vida misma. “Soldado que huye sirve para otra guerra”, pensaron
las dos llegado el momento de decidir entre el pueblo y la ciudad, y una y otra
tuvieron el coraje de enfrentar sus propios miedos, que son los fantasmas con
los que convivimos a diario. Alicia sabía algo del temor, porque se había
licenciado en psicología, y porque se había criado en un ambiente dominado por
el genio masculino de tres hermanos mayores, cachorros de bestias capaces de
acuchillarse por un pedazo de dulce de batata. Alicia sabía bien lo que era el
miedo: convivió con él durante años en esa familia de desquiciados en la que
experimentó el darwinismo más crudo. Nunca quiso ser psicóloga, sino que fue a
buscar en la teoría una explicación que le sirviera para comprender las causas
del comportamiento humano; porque al parecer, los individuos que integraban su estirpe respondían a un patrón caótico, al que la mayoría de las veces,
vinculaba con factores genéticos. Ahora, ríe al recordar aquellos tiempos, y
cuánto quisiera que las agujas del reloj giraran hacia atrás para ver a sus
hermanos luchando con palos y piedras por el último buñuelo. Alicia tuvo una
adolescencia forjada a puro instinto de supervivencia; a Valeria le pasó un tsunami por
encima. Salvando las diferencias entre un padre y un hermano, las
dos habían perdido a Ricardo.
Ese era el tema del que nadie hablaba en casa de
Alicia. Menos, en presencia de Valeria. Quizá, porque no sabían qué hacer o qué
decir ante tremenda injusticia, o porque no existe un manual introductorio al
sufrimiento que describa los pasos a seguir frente a una situación crítica. Lo
cierto, es que la chica percibía el silencio como una gran hipocresía, como si
todos los habitantes del mundo se hubieran reunido en una mega cumbre internacional
con el objeto de convenir que la actitud más apropiada a tomar ante el dolor era
pretender que no existía. Tampoco angustia, miseria o infelicidad. Si bien la hipótesis
era ridícula, durante muchos años Valeria no encontró otra que diera respuesta a la pregunta de porqué el
nombre de Ricardo se había vuelto para los suyos una suerte de palabra
impúdica de la que debían cuidarse de pronunciar.
Esa situación carrasposa
empezó a generar fricción en el trato diario entre tía y sobrina, por lo que
Valeria aceleró cuanto pudo la mudanza a la residencia estudiantil en donde
vive. Hoy, mantiene una relación excelente con Alicia, y cada vez que pueden almuerzan
en un barcito simpático y céntrico, en donde pasan revista de las últimas
novedades del Cretino, comparten anécdotas y hablan, con mayor frecuencia de
Ricardo.
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