viernes, 9 de agosto de 2013

El Cretino. Parte 2: Los agujeros del dormitorio

Son las seis en punto. Dolly intenta, sin éxito, subir a un ascensor colmado de gente, pero le da pánico que la muchedumbre supere los mil kilos de capacidad límite, que indica el cartel blanco y rojo pegado en el espejo del elevador. Se baja. Quiere una pastilla de menta. Mete la mano en la cartera, la revuelve, abre un cierre, otro y otro. ¡Nada! Hurgar en el bolso de la mujer es como echar un vistazo por las góndolas de un supermercado chino: desde cremas exfoliantes hasta pipetas antipulgas. En él puede se puede encontrar varios tipos de artículos, muchos de uso incierto. El mayor inconveniente es que siempre halla las cosas fuera de término, como le ocurrirá dentro de unos meses con las golosinas mentoladas -como le sucede, ahora, con Miguel Lafont-.
Valeria acaba de rechazar al Cretino de una forma –para él, estrepitosa- ejemplar, con una respuesta monosilábica, un elegante “No”, que sonó a los oídos del susodicho como la explosión de una bomba molotov, improvisada pero con frenesí. La chica le puso los puntos sobre las íes. Después de todo, el tipo es un baboso y un desubicado, ¡¿era necesario que le pidiera el pin del BlackBerry?! No permitirá que la acose, al menos, en el ámbito laboral. Hizo lo correcto, una contestación clara, breve y efectiva, era lo mejor. Muchos años después, ella recordará una frase que oyó decir al Cretino: “A un león matalo. Nunca lo dejes herido”.  
Andrea está de espaldas al escritorio de Mato. Se agacha para levantar un papel que cayó –tiró- al suelo. Provocar al subgerente es su mayor entretenimiento, así que cuando el casillero de los “pendientes” está vacío, convierte la rutina en un show picaresco: se humedece los labios con la lengua, se acorta la pollera, se frota el pecho dejando entrever el encaje del corpiño, chupa la tapa de la birome o cualquier otro cliché que despierte la fantasía de la secretaria hot. Después, evalúa, del 1 al 10, cuán necesitado de pasto tierno está el buey en el día de la fecha. Al vejete se le salen los ojos cuando se mueve: Desde que la mujer empezó spinning tiene las piernas más firmes que nunca, y la cola… ¡Qué cola!... ¡Contemplar ese espectáculo es mejor que ver desnuda a la Coca Sarli en “Carne”! El puntaje en el “vejestómetro” oscila entre 9 y 10, excepto cuando el Cretino hace de las suyas.
Dolly llega al bar en el que se reunirá con su amiga. Se sienta. Pide un té con leche y un alfajor de chocolate blanco relleno de nueces. ¡Sin dudas, sus preferidos! Buenos Aires está congelada y necesita ingerir algunas calorías extras para no morir de hipotermia –y de ansiedad-. Susana entra al lugar. Se saludan, ordena un café doble, cierra la carta, y va directo al grano: la tarde anterior fue a una misa en la facultad de Catalina -su  hija menor-. No sabía con exactitud a qué se debía el evento, pero la mocosa puede ser recalcitrante cuando quiere algo, así que accedió. Estaba de pie, en el fondo del Aula Magna, cuando subió al estrado –Susana tiene vista de lince- un señor al que halló conocido. Lo había visto antes. Bueno, no estaba del todo segura hasta que el hombre comenzó a leer. Ahí se percató de que, sin dudas, era la voz de Miguel Lafont.
Lo había escuchado varias veces, hace tantísimos años, en la Basílica de María Auxiliadora, cuando los tres – los tórtolos y Susana- iban a visitar a Beba, la abuela de Dolly, quien vivía en una casona en la esquina de Don Bosco y Yapeyú. El marido de la vieja se había muerto de cáncer de vesícula, cuando a su hija –María- ni siquiera le habían salido los dientes de leche, por lo que el matrimonio no tuvo más descendencia. Dolly también fue hija única, aunque por otros motivos; el hecho de ser parte de una familia reducida, contribuía sobremanera a que la jovencita sintiera la obligación moral de presentarse en la casa de su abuela con regularidad. A la anciana no le gustaba ir sola a la iglesia, por lo que, de una manera u otra,  embaucaba a los chicos para que la acompañaran; y, como, además, quería quedar bien con el párroco - no sabía cuándo necesitaría la extrema unición-, uno de los tres debía ofrecerse para proclamar la Segunda Lectura. Lafont era la víctima sacrificial en la mayoría de los casos.
Dolly está en estado catatónico, hay algo místico en el encuentro de Susana con su eterno noviecito. Se pellizca, ¿es ella o es Santa Teresita ante la gracia de una visión?: en el cielo, Miguel, radiante, con un ambo blanco angelical, dictamina que el amor es paciente.
En verdad, Lafont leyó la Parábola de los Talentos –no la Primera Carta a los Corintios-, y estaba vestido –como corresponde ir a un acto académico- de traje y corbata, igual que el resto de los monigotes ubicados en las primeras filas –ciertas universidades privadas son colegios parroquiales-.Concluida la ceremonia, Susana se acercó a saludar a Miguel, quien en cinco minutos de charla la puso al tanto de sus últimos treinta y cinco años de vida:
Desde hace, al menos una década, es Jefe de Ginecología de uno de los pocos hospitales porteños con cierto renombre. Se especializó en fertilización asistida, un área  de la embriología que lo apasiona. Al parecer, es una eminencia y viaja a distintos puntos del globo para participar en coloquios. Hacía dos días había vuelto de Costa Rica, donde se celebró el XVI Congreso Centroamericano de Medicina Reproductiva, y el miércoles entrante viajaría a Hannover -Alemania- a la VII Convención de Neonatología y Fecundación In Vitro. Maneja una agenda complicadísima: ser autoridad en una institución de salud pública es una responsabilidad full time. Se halle en Manhattan o en la Isla de Pascua, tiene que estar conectado para brindar soporte a su equipo de profesionales y llevar adelante asuntos técnico-administrativos, como redactar informes o atosigar a las proveedoras  para que envíen los insumos al servicio que tiene a su cargo. El tiempo restante, se dedica a dar clases, ahí en la facu. Gineco es una materia con una abultada carga teórica y unas pocas –pero exigidas- horas de práctica en el hospital. Por suerte, Angelina –o “Angelita”-, su ayudante, sigue a pie juntilla el programa de estudios cuando él está afuera y le organiza el material de clase para que sepa cuál es el tema que deberá exponer de regreso. Miguel es abuelo de dos niñas: Emma y Delfina, las hijas de Juan Cruz, su primogénito. Las chiquitas son simpatiquísimas, pero él tiene adoración por la primera. No es que sienta preferencias, pero la nena tiene la mirada que tenía Rosario, su señora.
El café está vacío, no hay clientes, ni mozos; tampoco hay gente o autos en la calle… es como si la ciudad completa hubiera sido abducida por una gran nave alienígena o como si Susana fuera la señorita que canta los números de la lotería nacional, cuando se juega el gordo de Navidad. Dolly está absorta, sumergida en un mundo que cobra vida, como Pinocho, con las palabras mágicas de su hada madrina.
El Cretino tiene una deuda consigo mismo; la recepcionista le rogará… implorará… suplicará que salga con ella. ¡Sí, eso. Hará que la pueblerina se arrastre! Piensa que la venganza es un plato que se come frío. La frase le suena a caricatura –debería ser guionista-. Suelta una carcajada. Recuerda un fantástico episodio de Tom y Jerry. También, que sólo en los dibujitos animados de Hanna Barbera el gato falla en sus intentos por cazar al ratón.
 Alguien se anuncia en recepción. Valeria está desesperada por irse, son casi las siete, y sigue ahí metida. Está exhausta, no entiende lo que le dice el sujeto que tiene en frente. El tipo habla rapidísimo y gesticula como si tuviera un tic nervioso. Con algo de esfuerzo, entiende que el Cretino lo espera en su despacho.
El Chino Pasman entra a la oficia de su amigo, quien cierra la sesión de Windows, se quita los lentes cuadrados de marco negro –los que regalan en la entrada del  BAFICI-,  descuelga el saco del perchero y chequea que las llaves del auto estén adentro. Es un poco temprano para un after office, así que sugiere ir a su departamento, donde podrían tomar unas cervezas y conversar, sin bullicio, de la organización del acontecimiento que está próximo. Además, de esa forma el Negro y Tato –los otros socios- evitarían los escándalos de sus respectivas mujeres, ésas freek controllers que los hostigan con cataratas de mensajes de texto cuando se juntan en un bar. La del Negro está con el bombo y la de Tato es una loca de atar.
Al Chino le parece OK. En contadas ocasiones están en desacuerdo. Los muchachos se conocen desde que nacieron, son amigos, socios, compañeros de juerga.  Más que eso: son hermanos –de hecho tienen algún parentesco porque la madre de Pasman es tía segunda del padre del Cretino-; se leen las caras, los gestos, la mirada, tanto que si aprendieran a jugar al bridge, harían más bazas en una partida de rubber que varias de las distinguidísimas duplas que se entrenan -con rigor militar- para la pool de los viernes.
Dolly y Susana siguen en reunión de consorcio, como dos doñas de rulero y batón, meta charlotear acerca de los pormenores de la existencia del doctorcito, de los hijos que tuvo, la trágica historia de su esposa, su aspecto actual y una extensa lista de ítems a tratar. Todos, temas impostergables como el color de la corbata que llevaba puesta Lafont y si lleva aún el anillo de casado. Bartolo pasará la noche en la veterinaria.
Miguel fue un buen marido, incluso en las adversas circunstancias que le tocaron vivir. Es cierto que se casó, como decían las viejas de antes, “de apuros”, pero cuando Rosario le dijo que estaba embarazada, él tenía 20 años y nada de experiencia en temas de la vida y del amor. Con el tiempo, aprendió unas cuantas lecciones. La primera fue la de la responsabilidad que acarrea ser cabeza de familia. Apenas supo la noticia fue a contárselo a su padre, famoso entre los vecinos por su mal genio. Don Julián, era una buena persona, pero tenía siete bocas que alimentar y no había dinero que le alcanzara para mantener tremenda prole, por lo que su humor empeoraba día a día, según se acercara fin de mes.
Miguel era el mayor de los seis hermanos, pero nunca había sido un buen ejemplo para el resto. De chico fue un flagelo para Dorita, su pobre madre: no hubo travesura o berrinche que no haya terminado en una sala de primeros auxilios. Por ejemplo, a los  cuatro años se tiró por la ventana decidido a volar con un paraguas abierto, cual Mary Poppins. El susto del chico fue de tal envergadura que se quedó sin habla por los siguentes seis meses. En la adolescencia fue peor: lo echaron de casi todos los colegios, excepto del Mitre, en donde terminó la secundaria. Dolly fue testigo –cómplice- de que Miguel no dejó barrabasada por hacer: prendió fuego un gato, desconectó el tranvía, chocó la F-100 de su padre contra la vitrina de una tienda de ropa, secuestró los perros de raza del barrio  y pidió a cambio recompensa –pasó una noche en la comisaría por eso-, vendió perdices -¡Eran palomas!- al escabeche, entre otras salvajadas con las que se divertía.
  Pero Miguel sabía muy bien cuáles eran los límites entre una niñería y una canallada. Había llegado la hora de “poner las barbas en remojo” y enfrentar la situación. Estaba preparado para recibir una golpiza -al menos una bofetada- de su padre. No fue lo que ocurrió. Don Julián era un cascarrabias y él no le había dado respiro, pero la situación  no se arreglaría con un zapatazo. Ni siquiera había algo que enmendar, Miguel había crecido y debía tomar sus propias decisiones. “Mijo, usted es un hombre. Haga lo que le parezca correcto”, fueron las únicas palabras que su padre pronunció en cuanto al tema.
Un cura conocido de Dorita los casó, al mes, en la parroquia San Bartolomé. La novia estaba preciosa –no lo era- tenía un vestido que consiguió prestado, de organiza y satén, con una majestuosa cola de tul francés. Prefirió un tocado censillo: el pelo recogido al costado con un pequeño arreglo de jazmines, iguales a los del bouquet. Fue una boda emotiva, a la que asistieron familiares y un reducido número de allegados. La Sra. Lafont hubiera querido más invitados, pero su consuegra la conminó para “hacer algo más íntimo”, porque el tema del embarazo era un escándalo para la época.
Juan Cruz nació una tarde de julio. Tenía un llanto agudísimo y se prendía al pecho de su madre con la glotonería de un ternero. Para entonces, Miguel era cadete en una  renombrada escribanía, y había empezado a cursar las primeras materias de la carrera. A la joven pareja le costó adaptarse al cambio de vida: no se conocían, ni siquiera estaban enamorados y las demandas del recién nacido acentuaron las falencias. Lo primeros meses fueron los más castigados para el matrimonio, consumido por disputas bizantinas sobre los gastos del bebé, y el alquiler de un contrafrente minúsculo, oscuro y sin comodidades. 
Sin embargo, Miguel siempre fue un pragmático, y ese mismo criterio utilitarista  lo impulsó a conservar la institución nupcial. “Es bueno lo que es útil. Es útil si funciona. Funciona si lo haces funcionar”, se repetía al tiempo que deshacía las valijas que armaba su mujer para mandarlo a mudar a casa de su madre. Rosario perdía los estribos con mayor facilidad, Juan Cruz la sacaba de quicio y estaba exhausta de las tareas domésticas: fregar, cocinar, planchar, lavar, estrujar, tender… El detergente y el lampazo la tenían hasta el caracú. “¡Sí! El casamiento es como el cuento de Walt Disney, la Cenicienta, pero en una versión en la cual la invitación al baile nunca llega”, pensaba a menudo. La fiesta en el palacio real llegó cuando el marido cambió de trabajo. Un considerable aumento de salario y todos felices. Esa fue la segunda lección: “Contigo pan y cebolla” es una estúpida frase proverbial. El nuevo empleo trajo aire a una relación asfixiada por cuentas que crecían al ritmo del pequeño. La época de las vacas flacas cedió paso a una nueva etapa, más relajada -sin tantas presiones económicas-: la primavera de los casados.
El verano trajo la llegada de Inés, la menor de los Lafont. La nena creció en un PH al frente, con tres dormitorios, patio y parrilla que rentaron a un excelente precio, dado que el propietario era un primo de Rosario que se dedicaba a la exportación de telas provenientes de Bali, y que por razones comerciales se había asentado en Denia. La vivienda era luminosa y tenía espacios amplios, por lo que los chicos podían jugar sin  fastidiar a su padre. En ese momento, Miguel estaba en la recta final de su carrera y preparaba los exámenes por las noches -pava y mate mediante-; por lo que, los fines de semana, se rendía a la siesta como el ejército de Cleopatra ante las tropas comandadas por Augusto. Esos fueron los años más felices de la familia, y los únicos. Los otros instantes fueron raptos, destellos, luces intermitentes de un faro que se oculta entre el oleaje.
Don Julián murió con determinación, sin consultar. No le avisó ni siquiera a Dorita, quien lo encontró tirado en el piso del living cuando volvió de la mercería –se había quedado sin hilo-. Se lo llevaron en una camilla tapado con una frazada. -¡Qué ironía!- Estaba frío y duro como un pedazo de mármol. La autopsia describió un deceso rápido: “Paro cardio-respiratorio”.
La pérdida de su padre fue un golpe duro para Miguel, pero lo de Rosario fue distinto –arduo, sería la palabra-. El Alzheimer se le manifestó una tarde, cuando salió de su casa para retirar a sus hijos del colegio. A las dos de la madrugada, un patrullero la llevó hasta el Hospital Durand; estaba desorientada, no podía explicar qué hacía allí ni a dónde había estado todo ese tiempo. Los episodios se reiteraron con frecuencia y los trastornos conductuales se presentaron con mayor agudeza, en cosa de meses. A medida que la enfermedad alcanzó estadios más avanzados, el carácter de Rosario cambió de forma radical, y su temperamento se tornó más y más agresivo. Ahora, es parte de un experimento, en el que médicos y enfermeras evalúan los efectos de diversas dosis de fármacos a fin de aletargar la degeneración, progresiva e irreversible, de su tejido neuronal.
Dorita intentó llenar un espacio que nadie pudo ocupar. Con su nuera internada en una clínica psiquiátrica, y Miguel tapando los agujeros del dormitorio con agónicas guardias de residente, la abuela tomó la posta: se quitó la cofia, se mudó a lo de su hijo y se convirtió en la mujer-orquesta para criar a sus nietos, todavía en edad escolar. Sólo Dios sabía cuándo vendría a buscarla la señora de la guadaña, pero una madre se olvida rápido de sí cuando un hijo la necesita. Vivió poco tiempo más, pero lo suficiente para alimentar, educar, consentir, castigar, acompañar… ver crecer a Juan Cruz y a Inés, y alivianar la carga de Miguel. 
Son las once de la noche y “los cuatro fantásticos” están por desfallecer de inanición. El Cretino llama a un delivery de comida japonesa en donde preparan un uramaki exquisito. No puede decir lo mismo del nigiri o del sashimi, casi todas las cadenas de sushi porteñas venden chatarra, si se lo compara con el de otras partes del  mundo. Ni qué hablar de las incomparables piezas que se comen en el bar del legendario Jiro, en Tokio. El Chino Pasman coordinó con las partes para que la firma del convenio fuera ése mismo viernes. Por lo tanto, deben trabajar contrarreloj si pretenden anunciarlo en un evento. El Chino Pasman chequea la lista: el salón está pago, también el catering, los técnicos de la proyección multimedia, los del sistema de sonido, promotoras,  fotógrafo,  camarógrafo, discc jockey y la mina que se encarga de la ambientación. No falta nada. Los potenciales clientes respondieron a la invitación que se les hizo llegar por mail. Van casi todos. Envió material promocional a unos cuantos amigos que trabajan en prensa y los confirmó telefónicamente. No hubo “peros”. Lo que están desarrollando es bastante innovador y el tema de la energía solar está en boga, así que, con seguridad, cobertura no les va a faltar.
Ninguno en ésa mesa es el inventor de la pólvora –ni del silicio cristalino-. Tampoco hace falta serlo para forrarse de efectivo, mientras se esté dispuesto a montar un gran teatro. El de ellos es el speech de la  tecnología aplicada a la sustentabilidad ambiental. El quid de la cuestión está en la mejora del diseño. Lo demás es lo mismo que el Cretino vio -hace unos años- en su estadía en Japón: células fotovoltaicas compuestas por semiconductores que generan electricidad a partir del almacenamiento de luz. La genialidad del Cretino fue la idea de perfeccionar los lingotes estándar que se venían fabricando, hasta lograr discos finos como una lámina. Obtener el espesor demoró más de la cuenta, pero consiguieron reducir los costos de producción en un doscientos por ciento. Eso, como habían calculado, les abrió las puertas del mercado. Los autogeneradores se venden como chupetines en los quioscos. No hay barrio cerrado, edificio o construcción hecha con la movida de la “arquitectura inteligente” que no los incluya en los planos. El negocio marcha sobre ruedas y confían en que el sábado no habrá complicaciones, ya que desembolsaron una buena cantidad de billetes en el evento.
Es miércoles por la mañana –el martes pasó como un tiro-, sobre el escritorio de Valeria hay una caja negra con un gran moño de cinta de raso turquesa. No se anima a abrir el paquete, podría ser un regalo para alguien más. Seguro que es el cumpleaños de alguna compañera con la que se cruzó, recién, cuando se sirvió un café. O peor, quizá, la gente de la oficina cree que es su cumpleaños y le compraron un presente, con torta y todo. ¡Un verdadero papelón! La intriga la consume. Ve que hay una tarjeta personal del Cretino con una inscripción al dorso. La nota dice: “Vas a estar espléndida. Te busco el sábado a las 19:30 hs. P.D: No te molestes, ya sé tu dirección”. 

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