jueves, 12 de noviembre de 2015

El portazo

Pegué un portazo y salí. No pensaba retornar. Cuando estuve afuera la llamé y le dije: 
- Estoy yendo a verte. 
Quería fugarme. Irme. Escaparme. ¡No sé a dónde! Lo que sé es que desde hacía tiempo sentía un hondo rencor por mis compañeros de trabajo. Por ninguno en particular, sino por todos en general. Una parte de mí había llegado a despreciarlos. Odiarlos, incluso. 
Yo, que jamás había aborrecido a nadie, ¿en qué momento había juntado tanto resentimiento? Quería saltar por la ventana desde el 5to piso. No me importaba caer al precipicio y estrellarme contra el asfalto, con tal de no pasar ni medio minuto más ahí. ¿Por qué estaba obligado a compartir ocho, nueve, diez horas de las 24 que tiene el día con gente con la que no hallaba ninguna conexión? Sonaba el teléfono. ¡Quería ser invisible! Sonaba el teléfono. Era mi jefe, que  demandaba balances, resultados, soluciones. 
A la recepcionista le pagaban dos pesos con veinte. Ni siquiera podía costear el alquiler. La mujer pasaba por una situación crítica. Todos se daban cuenta, pero hacían la vista gorda. Yo también lo notaba, aunque no era como el resto: no toleraba la injusticia. Así que, una mañana fui a la oficina del director: 
- ¿Sabe que Marta llora a diario? ¿Sabe, usted, qué le pasa?
El tipo me miró. 
- Estoy ocupado, ahora. ¿No ves?
Volví en silencio a mi box. Caminé despacio, cabizbajo. Me senté, miré los mails... Pasé los minutos, las horas. Pasé el tiempo. Pasé la jornada y me fui. Al día siguiente, en mi horario habitual, regresé a la oficina. Marta no había llegado. No quise preguntar. Lo imaginé: la habían despedido. 
Me enfurecí. Experimenté una profunda ira. Era el sistema, las reglas del juego que yo aceptaba y que acepté durante más de dos años, hasta que tomé coraje. O quizá, fue el hartazgo - no lo sé-. Pero me hice de valor, pegué el portazo, la llamé y le dije: "Estoy yendo a verte".

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