Brillante y
soberbia.
Eso era lo que él
amaba
Y eso, lo que yo
temía.
Sus palabras
eran siempre,
Espadas en mi
garganta,
La mirada inquisidora
La expiación.
Entonces, la
sangre nos reunía
Para sacralizar,
con el pan,
La casualidad
del apellido.
Como dos átomos
disgregados
Que mutuamente
se rechazan,
Así somos:
Dos líneas
intrínsecas
Que se cruzan en
un punto
Y jamás vuelven
a encontrarse.
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